EL CRISOL – Pascual Mogica Costa
Estos días hemos podido asistir al reparo, aprensión o recelo por parte de los jueces a aplicar la legislación correspondiente a uno de los dos piratas que fueron apresados por la marina de guerra española en el océano Ándico dado que no estaba muy clara cuál era su verdadera edad.
Entiendo perfectamente que a los jueces que instruyen el caso les haya creado un problema de conciencia el hecho de abrir diligencias sobre el delito que han cometido los dos arrestados cuando no se tiene verdadera constancia de la edad de uno de los presuntos delincuentes. Aplicar una u otra legislación podría acarrear serios problemas a la vez que en un punto determinado del proceso este pudiera ser declarado nulo. Esta actitud no hace más que poner de manifiesto, aunque la opinión pública no llegue a entenderlo, que hay jueces que velan por la pureza del procedimiento y esto habla muy bien en favor de quienes adoptan esta actitud de no actuar mientras no estén todos los conceptos debidamente comprobados.
Pero hay alguno que, en mi opinión, no siente reparo, ni aprensión, ni recelo, ni tampoco le supone un problema de conciencia sobre lo que la opinión pública pudiera pensar a la hora de no inhibirse en lo tocante a dictar una resolución que pueda afectar a un amigo. Claro que esto es cuestión de pura y simple autoestima y de la profesionalidad del juez en cuestión, máxime si tenemos en cuenta que el hecho de que concurra la circunstancia profesional no supone que ello le pueda apartar del lado humano que todos tenemos y como tales humanes solemos cometer actos que a la vista de los demás puedan ser considerado como poco correctos o reprochables. Pero lo peor de todo no es que haya podido actuar de forma reprobable sino que lo malo es que no ha sabido, o no ha querido, darse cuenta de que a nadie le gustó su intervención tan decisoria en un caso en que la amistad con el imputado era más que manifiesta. Eso es lo verdaderamente preocupante y lo que crea alarma social.