Siento enorme desazón al iniciar este artículo. Hubiera preferido no tener que hacerlo nunca, pero lo impone la firmeza, el rigor, y un devenir político repugnante. Vivimos tiempos de sobresalto; como dice el tópico, revueltos. Soportamos -desde hace años- engreimientos y falacias sin fin, ahora condimentados con una corrupción impúdica que hace inútil cualquier esfuerzo económico.
Foto: fabdangoEspaña soporta, según parece, una fiscalidad excepcional aunque el marco descrito fomenta su insuficiencia. Déficit y deuda alcanzan un pavoroso estado de morbidez. La troika (célebre, contingente) representa una espada de Damocles amenazadora, infausta. Ni aun por esas conseguimos ser eficaces con las medidas correctoras introducidas y no siempre aplicadas. El enfermo engrosa desesperadamente. ¿Puede recuperarse sin utilizar cirugía agresiva? Intuyo que no.
El joven ahoga en botellones su confusión y desaliento; asimismo, su rebeldía. Después los sustituye por una especie de abandono fatalista e ineficaz. Así, ante tamaña indolencia, esta chusma desaprensiva que nos esclaviza y mina puede gobernar a su antojo. Encima, una judicatura manejable, les proporciona impunidad absoluta sin intención de excusarla. Reintegro y cárcel constituyen disposiciones anómalas en cualquier sentencia. Como decía, chicos sin futuro -o escaso- conforman una multitud abigarrada, decadente, potencialmente perturbadora. Recurren al seno familiar anhelando que esa esperanza de vida octogenaria suavice y facilite la suya propia. Luego, ventura y providencia completarán el resto. Es el recurso que les queda ante la insolvencia gubernamental.
Quienes el dios Cronos ha llevado a la jubilación, constatamos desde nuestro otero, ya algo erosionado, que el futuro se nos escapó de las manos. Creímos agarrarlo a la muerte del general. Nos anunciaron algo parecido a aquella bíblica tierra prometida que levantó ilusiones ocultas, revitalizadoras. Pura quimera. El pasado, sin embargo, facilita información precisa para acometer -si antes arrojamos todo lastre dogmático- juicios razonados, ecuánimes. Nuestra existencia vino marcada por aquella miseria atroz que advertimos al nacer y esta incisiva, vergonzosa, hogareña, impuesta al crepúsculo. Aparte otras diferencias, nosotros vivimos dos regímenes: una dictadura formal y una democracia postiza. El empirismo, sirve para aportar conocimientos directos, sólo viciados por humanas limitaciones. Abrir recuerdos admite cualquier ejercicio de comparación.
Un falso progresismo mediático, que incluye gentes nacidas tras la muerte de Franco, fantasea las maldades del régimen. Se cometieron excesos en los primeros tiempos, pero las circunstancias y el momento histórico malograban acontecimientos laudatorios. Yo, septuagenario, no percibí la mayoría de cargos que se atribuyen al franquismo. Desde mi punto de vista, a finales de los cincuenta, el régimen se fue liberalizando y el grueso social (personas distantes, individuos llanos, sin adscripción) lo aceptaron de grado. Cuantos opositores surgieron en los prolegómenos del mayo francés, eran hijos de la élite rectora. Actitudes, comportamientos y manifestaciones sociales, niegan gestos de pugna u oposición. A lo largo de aquella década, donde el despertar del nazismo subyacente y el totalitarismo virulento quiso entronizar la utopía, apareció una clase media a cuyo protagonismo debemos la ansiada transición. Mientras, algunos que se arrogaron tan ejemplar mudanza aprovisionaban cálculos poco meritorios.
Recuerdo que, contra referencias en boga, el franquismo no fue oneroso para quienes llevaran una vida estándar, sin ambiciones ni devaneos doctrinales. Hoy, con matices, ocurre lo mismo. Se debe al sino del poder que, con frecuencia, oculta un rostro turbador. Desde luego, a sus diferentes máscaras, le enfurece apetencias exógenas y consiente -con reparos- asaltos de las adyacentes. Mediados los cincuenta, la hambruna abandonó hogares e individuos. Desconozco que se efectuara vigilancia, asimismo acosamiento, vastos e indiscriminados sobre la población. Quien, basándose en este marco, hable de estado policial sueña, quizás tenga mala fe. Como yo carecía de ambiciones e inquietudes políticas, aun sindicales, hice lo que me vino en gana. Ahora conservo las mismas opciones, dentro del marco legal. Con el proyecto de Interior en ciernes, ignoro qué límites me impondrán las sanciones anunciadas. No dudo que serán muchos. Respirábamos seguridad, algo excluido hoy. Infraestructuras cuantiosas y una saneada economía familiar, logros al crepúsculo franquista, merecen reconocimiento pleno. Si sumamos a esto la inexistencia de impuestos directos, hemos de convenir que aquel régimen tuvo sombras al principio y luces a su término. En medio quedaron episodios de tasa dispareja.
¿Qué tenemos ahora? Dejando al margen la corrección política, abundancia de aventureros, indocumentados y estafadores. Gozamos únicamente durante cinco años un sistema de libertades verdaderas. A raíz de confirmarse la democracia, allá por mil novecientos ochenta y dos, vino el desmadre. Un PSOE vigoroso, envanecido por la prodigiosa aureola electoral, cerró el proceso transitorio e inició uno nuevo para reducir aquel rumbo abierto. La liquidación de Montesquieu, junto al cerco del librepensador, rebelaron síntomas inquietantes. Si sumamos a este escenario el posterior Pacto del Tinell y los esfuerzos de Zapatero por ningunear toda oposición sustantiva, podríamos sostener con rotundidad que la izquierda española carece de propensiones democráticas. A tenor de lo hecho por el PP y el Proyecto de Seguridad Ciudadana, hace recelar que la derecha adolece del mismo rasgo.
Creo injusto absolver de culpa a la sociedad, pero quienes efectúan el desastre -por tanto soporta la máxima demanda- son estos políticos desalmados y trincones. Su quehacer, lleno de torpeza e ignominia, debiera llevar a la juventud (desorientada y ayuna de vivencias) a exigir respuestas. Los mayores, con marcadas experiencias, empiezan a echar de menos aquel régimen “terrorífico”. Sólo ellos, los políticos, han matado el sueño.