Están apareciendo anécdotas, que han conformado la vida del nuevo Papa Francisco.
A los 12 años, díjole a una niña: o nos casamos o me hago cura… y de seminarista se enamoró de un “piba”.
Hubo de convivir con la Dictadura Argentina de Videla y, después, con la corrupción peronista y con la virtualidad y belleza de Cristina, quien nunca, hasta ahora, había sido besada por un Papa…
Ahora ha cambiado tanto su rol, al adquirir el papado, que con dificultad podemos rastrear huellas del porvenir en su pasado.
Si bien habrá de sentir amores y desazones ante las tiranías aún existentes sobre sus respectivos pueblos, y las tensas relaciones entre los Gobiernos de todo el mundo. La política no le es ajena, aunque la vista con la capa de la misericordia.
Es ahora el vigilante de una Iglesia, de 1200 millones de fieles, que quisieran ver en este líder un nuevo mensaje, para la humanidad de 7000 millones de personas que en el mundo somos.
La diferencia del Papa respecto a cualquier otro líder no está en su condición política, sino en el tamaño de sus “reinos”. Cualquiera de los Jefes de Estado tiene gran importancia: dictan una ley, y el orden del mundo puede verse afectado. Más en la nube de la globalización. Pero ninguno de esos Jefes de Estado tiene por sí solo una tropa más allá de la frontera de su Estado. El Papa, enclaustrado por la columnata de Bernini, tiene no obstante militantes secuaces servidores en cada rincón, por pobre que sea, de la Tierra.
Francisco de Asís tiene el mensaje de la comunión ecologista con el mundo y Francisco Javier tiene el aval de misionero conquistador de almas.
Si a Francisco, Papa, le diera por decir que de los pobres es la Tierra y la Tierra misma ha de ser gobernada por la ciudadanía; si enviase a sus discípulos a establecer la igualdad frente al poder, sería un hombre escogido, no por 115 cardenales que ya lo hicieron, sino por el mismo Espíritu Santo.
Amén.