Todos los años, por estas fechas, se oye la misma cantinela. En estos días de comienzo de curso escolar es normal este comentario repetido: lo cara que resulta la vuelta al colegio. Se oye en la calle, en la familia, en los medios de comunicación. Algunos amigos me comentan escandalizados el dineral que se han gastado. Las pobres familias afrontan unos gastos tremendos de libros, materiales, ropa, transporte, comedor. Se manejan cálculos y porcentajes cuyas cifras escandalizan.
Es cierto: la educación es cara; sin embargo… Sin embargo tengo que hacer un par de objeciones a esta evidente y escandalizadora carestía.
Primera: la educación es cara como lo son otras cosas en una sociedad desarrollada como la española; nunca he oído hablar de lo cara que resultan las vacaciones o las entradas del fútbol o los teléfonos móviles o los bares de copas o la ropa de marca, esa que tanto gusta a los más jóvenes.
Segunda: la educación resulta tan cara porque no se percibe su importancia. Repito: no se «percibe», pero ésta existe y es capital. De la educación depende, nada menos, que la profesión que practiquemos, los valores que sustentemos, las capacidades, las posibilidades personales, la calidad de los servicios públicos y de la cultura. En suma, todo nuestro futuro (el de nuestros hijos) personal y colectivo.
Pero esto no se percibe así por parte de la mayoría. ¿Por qué? Los motivos son varios y complejos, pero hay uno evidente: la educación da sus frutos a largo plazo. La inversión» que ahora hacemos dará sus réditos, quizá, dentro de 10 ó 15 años. Estos gastos, que ahora nos resultan tan onerosos, en libros o en clases de idiomas, servirán para que nuestros hijos, dentro de un decenio, sean unos buenos profesionales y unos buenos ciudadanos y -lo que no es menos importante- unas buenas personas.
Visto así, cualquier gasto en educación es barato, porque… la educación no tiene precio.