Un cataclismo ambiental, social y humano se ha abatido en la segunda semana de enero sobre las tres ciudades serranas del Estado de RÃo de Janeiro, Petrópolis, Teresópolis y Nueva Friburgo, con cientos de muertos, destrucción de regiones enteras y un inconmensurable sufrimiento de quienes perdieron familiares, casas y todos sus haberes. Sus causas más inmediatas han sido las lluvias torrenciales propias del verano, y la configuración geofÃsica de las montañas, con poca capa de suelo sobre el cual crece una exuberante floresta subtropical, asentada sobre inmensas rocas lisas, que a causa de la infiltración de las aguas y el peso de la vegetación provocan frecuentemente deslizamientos fatales.
Se culpa a las personas que ocuparon las áreas de riesgo, se incrimina a los polÃticos corruptos que distribuyeron terrenos peligrosos a la gente pobre, se critica al poder público que se mostró indolente y no hizo obras de prevención por no ser visibles y no atraer votos. En todo esto hay mucha verdad, pero la causa principal de esta tragedia avasalladora no reside en eso.
La causa principal deriva del modo como solemos tratar a la naturaleza. Ella es generosa con nosotros, pues nos ofrece todo lo que necesitamos para vivir, pero en contrapartida la consideramos como si fuera un objeto del que podemos disponer a capricho, sin sentido de responsabilidad por su preservación y sin que le demos retribución alguna. La tratamos con violencia, la depredamos, arrancando todo lo que podemos de ella para nuestro beneficio. Y encima la convertimos en un inmenso basurero de nuestros desechos.
Peor aun: no conocemos su naturaleza ni su historia. Somos analfabetos e ignorantes de la historia que se realizó en nuestros lugares a lo largo de millares y millares de años. No nos preocupamos de conocer su flora ni su fauna, las montañas, los rÃos, los paisajes, las personas significativas que vivieron ahÃ, artistas, poetas, gobernantes, sabios y constructores.
Somos en gran parte todavÃa deudores del espÃritu cientÃfico moderno que identifica la realidad con sus aspectos meramente materiales y mecanicistas sin incluir en ella la vida, la conciencia y la comunión Ãntima con las cosas que los poetas, músicos y artistas nos evocan en sus magnÃficas obras. El universo y la naturaleza tienen una historia que está siendo contada por las estrellas, por la Tierra, por la afloración y la elevación de las montañas, por los animales, por los bosques y selvas, y por los rÃos. Nuestra tarea es saber escuchar e interpretar los mensajes que nos mandan. Los pueblos originarios sabÃan captar cada movimiento de las nubes, el sentido de los vientos, y sabÃan cuando venÃan o no trombas de agua. Chico Mendes, con quien participé en largos recorridos por la selva amazónica de Acre, sabÃa interpretar cada ruido de la selva, leer las señales del paso de la onza en las hojas del suelo, y con el oÃdo pegado a la tierra conocer la dirección que llevaba la manada de peligrosos cerdos salvajes. Nosotros hemos olvidado todo eso. Con el recurso de las ciencias leemos la historia inscrita en las capas de cada ser, pero este conocimiento no ha entrado en los currÃculos escolares ni se ha transformado en cultura general. Más bien se ha vuelto técnica para dominar la naturaleza y acumular.
En el caso de nuestras ciudades serranas es natural que haya lluvias torrenciales en el verano. Siempre pueden ocurrir desmoronamientos de las laderas. Sabemos que ya se ha instalado el calentamiento global que hace estos sucesos más frecuentes y más intensos. Conocemos los valles profundos y los riachuelos que corren por allÃ. Pero no escuchamos el mensaje que nos envÃan, que es no construir casas en las laderas, no vivir cerca del rÃo, y preservar celosamente la vegetación de las riberas. El rÃo tiene dos lechos: uno normal, menor, por el cual fluyen las aguas corrientes y otro mayor por donde se vacÃan las grandes aguas de las lluvias torrenciales. En esta parte no se puede construir ni vivir.
Estamos pagando un alto precio por nuestro descuido y por la destrucción de la Mata Atlántica que equilibraba el régimen de lluvias. Lo que se impone ahora es escuchar a la naturaleza y hacer obras preventivas que respeten el modo de ser de cada ladera, de cada valle y de cada rÃo.
Sólo controlamos la naturaleza en la medida en que la obedecemos, sabemos escuchar sus mensajes y leer sus señales. En caso contrario tendremos que contar con tragedias fatales evitables.
Leonardo Boff
Filósofo y escritor