El problema es del pueblo
La responsabilidad última de la situación general de un país es del pueblo.
La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa. Albert Einstein.
La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Salvador Allende.
Incluso el poder de los gobiernos más fuertes se evapora como el humo en el momento en que el pueblo rehúsa reconocer su autoridad, inclinarse ante él y le niega su apoyo. Alexander Berkman.
La sociedad humana es compleja porque se compone de muchos individuos complejos (el ser humano es el más complejo de los animales existentes en nuestro planeta) y porque éstos se relacionan de manera compleja. La sociedad humana es el paradigma de complejidad del Universo conocido. Es dialéctica, en portentosa cuantía, en acción. Todo influye y es influido, aunque no en la misma proporción. El sistema hace al individuo pero éste también hace al sistema. Cada uno de nosotros contribuimos con nuestro grano de arena a que las cosas en nuestra sociedad sean de tal o cual manera. Evidentemente, no todos tenemos el mismo poder de influencia, ni por consiguiente la misma responsabilidad. Un gran empresario o banquero, un político (sobre todo de los partidos que se alternan en el gobierno), tienen mucho más poder que un trabajador. Evidentemente, no todos somos influenciados por el sistema con la misma intensidad ni de la misma forma. Pero, en última instancia, nosotros, los simples trabajadores, los ciudadanos corrientes, al conformar la inmensa mayoría de la sociedad, somos quienes tenemos el verdadero poder. El poder reside, en última instancia, en el pueblo. El problema es que dicho poder es normalmente sólo potencial, está dormido, o como se diría en términos informáticos está en “stand-by”, está latente pero no presente.
Sólo en aquellos momentos puntuales de la historia en que el pueblo, forzado principalmente por la apremiante necesidad, despierta y se une, es cuando ejerce su poder. Esos momentos excepcionales son las revoluciones. Una revolución social se caracteriza primordialmente por el trascendental hecho de que el pueblo (una parte de él al principio, su vanguardia) se levanta, toma la iniciativa e intenta arreglar las cosas cambiando las reglas del juego político y económico. Una revolución surge cuando los ciudadanos corrientes empiezan a tomar las riendas de su propio destino, cuando ya no confían en las élites y ellos mismos empiezan a asumir el protagonismo de los acontecimientos. La fuerza del pueblo hace acto de presencia cuando los individuos de las clases oprimidas (que de manera aislada no pueden hacer nada frente a los poderes establecidos, frente a aquellos otros individuos que tienen el poder político, económico), se unen y ejercen el poder que les da el ser la mayoría social. El poder de las clases populares reside en el número. Pero este número no es nada sin la unión. Cuando los trabajadores se unen, cuando esta unión se lleva hasta las últimas consecuencias, los empresarios no tienen nada que hacer. Incluso las dictaduras más férreas caen.
Teniendo en cuenta todo esto podemos decir que en el momento presente el pueblo, una parte de él, no mayoritaria pero sí cada vez menos minoritaria, ha empezado a despertar. Estamos viviendo momentos históricos porque la actual crisis capitalista ha inaugurado una nueva etapa en la historia de la humanidad, la cual se traducirá en más barbarie, es decir, capitalismo todavía más salvaje, o, por el contrario, en el inicio de una nueva fase encaminada a superar el capitalismo. La historia está abierta. Todo dependerá de quién lleve la iniciativa, de quién use mejor estrategia en esta nueva etapa de la lucha social, de la lucha de clases. Si son las clases altas quienes ganan (por ahora van ganando ellas) tendremos una gran involución, una vuelta hacia atrás en busca del “paraíso” perdido para las élites, un nuevo feudalismo, un esclavismo más descarado y aterrador para la mayoría social, una sociedad con grandes desigualdades, cada vez mayores. El neoliberalismo es el contraataque de las clases capitalistas para reconquistar el terreno perdido en el último siglo por la amenaza del comunismo. Es el afianzamiento del capitalismo. El desmantelamiento del Estado de bienestar, el vaciado de contenido de la democracia formal, el reforzamiento del Estado policial, no suponen más que una nueva fase en la dinámica capitalista, interrumpida durante algunas décadas por los triunfos parciales y temporales de las clases trabajadoras. Una vez descompuesto el ejército proletario, es hora de machacarlo.
El ejército proletario está descompuesto por múltiples razones. El capital ha estado trabajando arduamente durante décadas para que así sea. Pero la derecha no sólo ha avanzado por su propio trabajo, sino que la izquierda ha retrocedido también porque ha trabajado menos y peor. El éxito de la derecha no es sólo de ella, es también en gran parte culpa de la izquierda. Y en el estado actual de involución social tampoco nos libramos de culpa los ciudadanos corrientes. El pueblo también tiene su parte de responsabilidad. Se podrá discrepar en cuanto al grado de responsabilidad popular. A mi parecer, en última instancia, el pueblo es siempre el principal responsable de la situación general de la sociedad. Lo que es indudable, es que los fracasos del “socialismo real” y de la socialdemocracia han allanado el camino al capital. La izquierda está desaparecida en combate. La revolucionaria no ha logrado aún superar sus profundos errores ideológicos, presa del dogmatismo y del sectarismo. Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Afortunadamente, parece que algo se está empezando a mover en la izquierda anticapitalista. Sin embargo, todavía es muy insuficiente. La izquierda socialdemócrata se ha visto desbordada por la dinámica capitalista, al aceptar la esencia del capitalismo. Al conformarse sólo con suavizarlo (admitiendo que esa era su intención), ha sido subsumido por él. Al confiar en la democracia burguesa, en la sofisticada dictadura del capital, en la oligocracia disfrazada de democracia, ésta la ha enterrado políticamente, no dejándole prácticamente ningún margen de maniobra, haciendo que sólo se diferencie de la derecha oficial en cuestiones menores. Todo esto sin contar, ¡como si no contara!, con todas las traiciones hechas por la cantidad de sinvergÁ¼enzas que hacen de la política negocio, que usan la política para enriquecerse, para servirse del pueblo en vez de servirle.
Por consiguiente, la falsa izquierda se hunde frente a una derecha más coherente y unida, que proclama ser derecha y actúa consecuentemente. Una gran parte del electorado de la falsa izquierda empieza a dejar de creer en ella. No así le ocurre tanto a la derecha oficial que mantiene un voto más fiel, pues ella sí es más coherente, a pesar de los engaños y las mentiras. Al menos así ha ocurrido hasta ahora. Veremos si las encuestas que dicen que los grandes partidos pierden muchos apoyos aciertan y en las próximas elecciones se produce un vuelco. Por lo pronto, en Catalunya, previsiblemente, la derecha arrasará en las próximas elecciones autonómicas gracias al hábil manejo de los sentimientos nacionalistas (de uno y otro signo). En cualquier caso, habrá que trabajar activamente para que, cuanto antes, se produzca dicho vuelco. Las mejores “encuestas” son siempre las elecciones y, hasta el momento, los resultados de las votaciones populares no pueden satisfacer a quienes reivindicamos cambios profundos. A mí me indigna que mucha gente siga apoyando en las urnas a los grandes partidos. ¿Cuándo aprenderemos? ¿Hará falta que el país se hunda para que empecemos a cambiar masivamente nuestro comportamiento en las elecciones? La izquierda real podría resurgir con fuerza, pero dicho resurgimiento nunca está garantizado. La verdadera izquierda debe ponerse las pilas para aprovechar la ocasión histórica que se le presenta. Ahí está el caso de Grecia: la izquierda más radical sube y casi alcanza el poder, pero los partidos de siempre, a pesar del desastre en que está sumido el país, siguen gobernando con el apoyo popular. De lo que no cabe duda es que a los ciudadanos les cuesta mucho probar algo nuevo, que siguen presos muchos, demasiados, de aquel pensamiento conservador que dice que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.
La hegemonía cultural capitalista ha logrado que se imponga la falsa conciencia de clase. Muchos trabajadores votan a sus verdugos. Mientras unos dejan de creer en una izquierda hipócrita que dice ser de izquierdas pero que ejerce un gobierno de derechas en lo esencial, en la política económica (si bien procura diferenciarse de la derecha oficial en matices y en formas), otros siguen votando a esa falsa izquierda, o lo que es peor (un poco peor pero no mucho), votan a un partido de derechas que se proclama de los trabajadores. Mientras gobierne cualquiera de los grandes partidos actuales financiados por el capital, cualquiera de los partidos que no cuestionan el capitalismo, el capital dormirá tranquilo y el pueblo seguirá inmerso en una pesadilla inacabable. Pesadilla de la que sólo puede despertar él mismo. El gran triunfo del capitalismo es sobre todo ideológico. Una vez ganada la guerra ideológica es fácil ganar la guerra política. Y mientras se controle la política es fácil seguir controlando la economía. No es muy peligroso preguntar de vez en cuando al pueblo qué piensa si se procura primero, mediante una labor continua, ejercida sobre todo a través de los medios de comunicación, auténticos medios de adoctrinamiento ideológico, que piense como las élites desean que piense. El trabajador común actúa tal como sus opresores desean: se busca la vida individualmente, vota a alguno de los grandes partidos dominantes, no hace huelgas, etc. Muchos trabajadores se quejan de lo que les ocurre pero no hacen nada para evitarlo. ¡Qué fácil es quejarse! En el mejor de los casos se movilizan cuando a ellos les afecta lo que antes afectaba a otros, luchan sólo por lo suyo (incluso a veces colectivamente, pero no mucho, sectariamente), muchas veces cuando ya es demasiado tarde. Peor aún, lo poco que hacen muchos ciudadanos es para empeorar las cosas, como cuando votan a sus verdugos. Se dice que el miedo, la coacción empresarial, impiden hacer las huelgas a muchos trabajadores, pero, ¿cómo explicar que muchos voten a sus verdugos en las elecciones políticas? ¿No es secreto el voto?
Es cada vez más difícil no ver, no darse cuenta de lo que está ocurriendo. Nadie puede evitar ya ver que mientras se rescata a los poderosos, a los bancos, no se rescata a los ciudadanos más necesitados (o se hace tarde y poco). Nadie puede evitar ya ver que mientras la ley se ceba con los más débiles o con quienes osan levantar la voz contra la injusticia, la ley es permisiva con los más poderosos. La crisis, provocada fundamentalmente por la banca y ciertos políticos, pero en la que el pueblo tampoco está libre de responsabilidad, la pagan sobre todo los ciudadanos corrientes. Nadie puede ya evitar ver que mientras hay ley para algunas cuestiones, como para reprimir y criminalizar toda protesta popular (sobre todo que cuestione el sistema establecido), por muy pacífica que sea, para otras no la hay, empezando por el hecho de que los policías que apalean a los ciudadanos en nombre de la ley la incumplen sistemáticamente al no portar sus placas identificativas. El Estado clasista se delata cada vez más. La dictadura burguesa, que durante cierto tiempo se suavizó, ahora se descara. No es que hayamos perdido la democracia, es que realmente nunca la hemos tenido. Hasta ahora tuvimos una “democracia” de baja intensidad, necesaria para evitar la verdadera democracia. Pero ahora que las élites se sienten fuertes ya no necesitan tanto disfrazar su dictadura. Así como a las personas se las conoce verdaderamente cuando las cosas van mal, lo mismo ocurre con el Estado, éste muestra su auténtico rostro en las crisis económicas.
En definitiva, el problema es del pueblo, de las clases trabajadoras, las que conforman la mayoría social. Es del pueblo porque él paga los platos rotos. Es del pueblo porque de él depende fundamentalmente el curso de los acontecimientos. Sólo el pueblo puede salvar al pueblo. Nadie puede explotar si nadie se deja explotar. Cada uno de nosotros somos responsables también de lo que está ocurriendo. Cuando no queremos ver, somos culpables. Cuando nos miramos el ombligo, cuando sólo buscamos soluciones individuales, somos culpables. No somos los únicos culpables, pero también lo somos. Cuando nos concienciamos pero luego no actuamos en consecuencia, cuando no somos coherentes, somos culpables. Cuando sabemos que la única manera de luchar contra un enemigo poderoso es uniendo nuestras fuerzas, es decir, luchando colectivamente (lo cual no es incompatible con hacerlo también individualmente), pero no lo hacemos, somos culpables. Cuando nos dejamos dominar por el miedo, cuando no arriesgamos, cuando no luchamos cuando aún estamos a tiempo, somos culpables. Todos sabemos, esencialmente, lo que hay que hacer, pero todavía muchos, demasiados, no lo hacen. Mientras el pueblo no le pare los pies al gran capital seguiremos involucionando, seguiremos perdiendo esos derechos que tanto costaron lograr en el pasado, seguiremos empobreciéndonos para que otros se enriquezcan, seguiremos siendo cada vez más esclavizados.
Las hormigas obreras debemos unirnos y rebelarnos. Esto cada vez más hormigas lo sabemos, lo hacemos, pero muchas, demasiadas, siguen pensando aún que alguien ajeno a nosotras nos sacará las castañas del fuego. Ya sean ciertos gurús, ya sean viejos líderes, ya sean nuevos líderes por descubrir, ya sean los mismos políticos que nos hunden en el fango cada vez más, que provocaron, de manera activa o pasiva, la situación actual. La mayoría de nosotras, las hormigas obreras, sin las cuales la sociedad no puede funcionar, en vez de organizarnos, en vez de votar de manera diferente para obtener resultados diferentes, en vez de premiar a las organizaciones más coherentes y combativas, en vez de castigar a las que nos toman el pelo sistemáticamente, nos limitamos a hacer siempre lo mismo, a no mover un dedo, a criticar a otros, a quejarnos, a lloriquear. Vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Cuando no estamos concienciadas, nos acomodamos, incluso cuando “luchamos”. Esperamos que otros resuelvan nuestros propios problemas. Y lo que es más grave, seguimos depositando nuestra confianza en los mismos que provocan nuestros problemas, en los mismos que nos han demostrado reiteradamente que no son capaces de resolverlos, todo lo contrario. Esperamos de manera ingenua que nosotras, que vivimos en sociedad, podamos librarnos de lo que le ocurre a ésta. Hacemos como el avestruz, escondemos la cabeza, nos refugiamos en nuestra familia, en nuestras aficiones. Pero estamos atrapadas. No podemos aislarnos. Para bien y para mal, vivimos en sociedad. Tarde o pronto, de una u otra manera, nos afecta lo que le afecta a la sociedad, directa o indirectamente, a nosotras mismas o a algunos de nuestros familiares o conocidos. El problema es nuestro. La solución sólo puede surgir de nosotras. La solución es la democracia, el poder del pueblo. Mientras no tengamos el verdadero poder estamos condenadas. Mientras nuestro poder sea sólo potencial pero no real, seguiremos esencialmente igual, incluso peor. Pero el poder real deberemos conquistarlo nosotras, desprendiéndonos de la falsa conciencia, de la incoherencia, de la apatía, de la hipocresía, de la comodidad, del individualismo exacerbado. Necesitamos un cambio de actitud generalizado. Debemos asumir nuestra parte de responsabilidad como individuos que forman parte de la sociedad. No podremos dejar de ser súbditos para ser ciudadanos, niños para ser adultos, ovejas para ser humanos, si no asumimos nuestra parte de responsabilidad. No podremos ser libres si no somos responsables. No podremos ser dueños de nuestras vidas si no nos responsabilizamos de nuestros actos. La sociedad funciona como la mayor parte de individuos hace que funcione. El pueblo debe asumir su responsabilidad. Sólo así podrá conquistar la auténtica democracia.
Por todo ello, yo creo que quienes estamos intentando cambiar las cosas, debemos replantear nuestra estrategia general. Las ovejas negras debemos centrarnos sobre todo en concienciar y movilizar al resto del rebaño. El pueblo es el principal enemigo del pueblo. Nosotros somos nuestros peores enemigos. El movimiento 15-M, el movimiento 25-S, deben centrar su estrategia, en mi modesta opinión, en los ciudadanos corrientes. No se trata tanto de dirigirse a los políticos o a las élites para que nos escuchen y reconsideren sus actuaciones, que también. Pero no seamos ingenuos. Todo lo que decimos ellos lo saben de sobras. No pretenden mejorar las cosas. Como los hechos nos están demostrando. ¡Qué tozuda es la realidad! Tal vez logremos que aparenten cambiar algo para que nada cambie en verdad, tal vez cedan algo para no perderlo todo, para que la sublevación de una parte de la sociedad no contagie al resto, pero mientras el poder real lo tengan ellos, los de siempre, nuestros grandes problemas serán crónicos. Hay que ver sobre todo cómo llegar a nuestros conciudadanos para que, además de simpatizar con nuestra causa (la causa democrática, un proceso constituyente, una salida digna a la crisis), que es la suya, se implique activamente en ella. Las luchas parciales deben converger. Las luchas sectoriales deben dar paso a una gran lucha general. Además de luchar contra las injusticias diarias (despidos, desahucios, recortes,…), debemos también luchar para cambiar radicalmente el sistema. El sistema está podrido de arriba a abajo, pero sólo puede arreglarse si los de abajo, quienes somos más perjudicados por él, tomamos la iniciativa. Si no cambiamos nosotros no podrá cambiar el sistema.
La revolución social sólo podrá triunfar cuando la mayor parte del pueblo se implique, cuando millones de ciudadanos salgan a las calles insistentemente para reclamar un cambio político y económico, empezando por una nueva Constitución construida desde abajo, con el protagonismo del pueblo. Pero también cuando esa sublevación callejera llegue a las instituciones políticas a través del voto, cuando el pueblo actúe con coherencia y vote de manera diferente. Es por ello imprescindible que nuestros mensajes lleguen a todos los ciudadanos, teniendo en cuenta que la mayor parte de la gente se “informa” a través de los medios convencionales, controlados por el capital. Debemos hablarles de manera clara en un lenguaje acorde a los tiempos actuales, evitando emplear palabras demonizadas por el actual sistema, usando un lenguaje inclusivo. Debemos tener en cuenta sus prejuicios para que éstos no sean una barrera infranqueable. Prejuicios que, con el tiempo, será posible erradicar. Si revindicamos una democracia real, vamos en la dirección correcta y podemos aglutinar a más y más gente alrededor de nuestra causa, de la causa que verdaderamente interesa al pueblo, el poder popular. La clave está en la democracia, política y económica. Conquistando la democracia política, logrando una verdadera libertad de prensa, más pronto que tarde conquistaremos también la democracia económica, sin la cual la democracia nunca está completa. No podemos construir una sociedad libre y justa si no alcanzamos una democracia suficiente que la posibilite. La democracia es la infraestructura imprescindible.
Debemos intensificar la propaganda en la calle, recurriendo a las “viejas” octavillas. Debemos aprovechar todas las ocasiones que se nos presenten para transmitir mensajes sencillos, breves, contundentes, emotivos, al conjunto de la ciudadanía. Mensajes que lleguen al cerebro y al corazón de los ciudadanos corrientes. Debemos también buscar dichas ocasiones. No vendrán por sí solas. Todo lo contrario. Nuestros enemigos procurarán que no surjan nunca. Debemos acudir a los grandes medios de comunicación (especialmente la televisión). Designemos portavoces para que acudan a dichos medios. Portavoces, “líderes”, rotatorios, capaces, elocuentes, sensibles, próximos a los ciudadanos, para lo cual deben ser ellos mismos ciudadanos corrientes que sufran en sus propias carnes los problemas de la sociedad. “Líderes” muy poco líderes, que rindan cuentas a los que lideran en asambleas populares, portavoces controlados por las bases en todo momento. Si es necesario, movilicémonos frente a las sedes de las televisiones para reclamar que nuestra voz sea escuchada, presionemos también a los grandes medios de comunicación, al mal llamado cuarto poder. Mientras no lleguemos al gran público estamos condenados a no crecer, a no alcanzar esa necesaria masa crítica para pasar de la indignación a la revolución. Debemos ir acumulando fuerzas, pero debemos también dar un gran salto. Esto sólo será posible si logramos llegar a la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos. Una vez ganada la guerra ideológica será mucho más probable ganar la guerra política y económica.
Además de todo esto, cada uno de nosotros debe hacer una labor cotidiana para convencer a nuestros familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos,…, El activismo debe ser colectivo pero también individual. Además de dirigirnos a la gente masivamente en ciertos momentos puntuales, además de juntarnos en ciertas ocasiones, debemos también hacer una labor diaria individual. El boca a boca, tradicional y digital, es también imprescindible. No podemos permitirnos el lujo de desechar ninguna manera de propagar las ideas, de llevarlas a la práctica. Esta lucha nos atañe a todos. Todos debemos colaborar. No debemos dejar esta titánica labor en pocas manos, en siempre las mismas. Quienes se esfuercen demasiado, tarde o pronto, se agotarán y desistirán. Quienes se esfuercen más de la cuenta deberán dar paso a otros, evitando así, de paso, los peligrosos excesivos protagonismos personales.
Debemos promocionar otra prensa, otras noticias, otros artículos, otros libros. Hay alternativas, pero éstas deben salir de los círculos marginales de la sociedad. Debemos incitar a hacer las huelgas, a protestar en las calles, pero también a ejercer nuestro derecho al voto con responsabilidad. Para votar a otras formaciones políticas y sindicales, para dar oportunidad a organizaciones distintas que hasta ahora no han tenido ocasión de gobernar o representarnos, para votar nulo o practicar la abstención si no encontramos ninguna opción que nos convenza. Pero no para votar en blanco puesto que este tipo de voto con la actual ley electoral española beneficia a los grandes partidos. El voto más útil es el que contribuye a cambiar el sistema, por lo menos a cuestionarlo, no a perpetuarlo. Mientras el pueblo sustente en las elecciones a esta falsa democracia seguiremos involucionando, por lo menos no avanzaremos sustancialmente. Como mínimo, hay que dejar de realimentar este sistema. Las élites que nos oprimen se sienten fuertes, crecidas, porque nosotros las realimentamos a través de las urnas. Como estamos comprobando en la práctica, de poco nos sirven las manifestaciones callejeras, las huelgas, si una gran parte de la ciudadanía sigue votando a los de siempre. La lucha en la calle es necesaria, pero insuficiente. Es imprescindible también que cambiemos radicalmente y masivamente nuestro voto. Debemos aprovechar al máximo el poco margen de maniobra que tenemos en nuestras actuales “democracias”. Sólo cuando alcance el poder político algún partido (o coalición de partidos) dispuesto a hacer grandes cambios, a defender los intereses de la mayoría social al mismo tiempo que respetando los más elementales derechos humanos de todo individuo, en los hechos y no sólo en las palabras, será posible transformar el sistema, será posible avanzar hacia una sociedad mejor. Y siempre, los ciudadanos corrientes, quienes elegimos a nuestros gobiernos, deberemos estar atentos para que respondan y hagan esa necesaria labor. Nuestros votos nunca deben ser cheques en blanco. Debemos luchar por un proceso constituyente, para regenerar la democracia, para alcanzar una democracia que merezca tal nombre, pero en paralelo, debemos también luchar para que nuestros conciudadanos dejen de realimentar al actual sistema, para que voten de manera más inteligente y congruente. De nosotros, de la mayoría, del 99%, depende fundamentalmente el funcionamiento de la sociedad. El problema es del pueblo. El pueblo, consciente, coherente, activo y unido jamás será vencido.