La secta pedagógica no es un invento publicitario, ni el reclamo de una película, ni siquiera una realidad reconocida por sus componentes. Sin embargo, la existencia de una casta de expertos educativos a lo largo y ancho de la transición política, que eclosionó en los autodenominados movimientos de renovación didáctica, y que luego sería el fundamento ideológico y académico de la implantación de la reforma educativa de los años 90, ya nadie la pone en duda, salvo, claro está, sus propios miembros.
En esencia, y por llevar algo de claridad al asunto, la secta pedagógica recibe tal apelativo por varias razones, las mismas que, por otra parte, se admiten como elementos de prueba para demostrar la gestación y extensión del fanatismo en cualquiera de sus acepciones, aunque, en este caso específico, las evidencias apuntan a una facción ciertamente sectaria en el interior de la ciencia pedagógica.
Tales elementos son la jerga empleada para crear y difundir el discurso ideológico que, aparte de fomentar las señas de identidad del grupo, sirve de lenguaje de comunicación entre iguales y, en última instancia, de salvoconducto para participar en las actividades organizadas por los dirigentes y sus acólitos más cercanos. Por ejemplo, la edición de una publicación monográfica o la inclusión de una colaboración en una revista especializada estarían sujetas a este primer e ineludible requisito. Digamos que es la salutación preceptiva, el guiño de cortesía inicial, para más tarde ser aceptado en la comunidad.
Un segundo punto es la defensa a ultranza de los principios de obligada obediencia del movimiento, aquellos que forman parte constituyente del núcleo original de la ideología. Esta defensa implica, necesariamente, una validación psicológica y social, inherente a la dinámica comunitaria. Es decir, de la razón ha de pasarse a la convicción, o, en presencia de conflicto con lo racional, ha de prevalecer la fe en los postulados propuestos por los líderes doctrinales. Todo lo que sean dudas o reservas hacia uno o varios extremos de la trama intelectual urdida por el núcleo inteligente de la ideología deberá ser señalado, apartado y, consecuentemente, defenestrado. El movimiento, como tal, elude la controversia en su interior, del mismo modo que incentiva la polémica fuera de su entorno natural con fines claramente proselitistas.
El tercer aspecto a tener en cuenta en la definición del perfil sectario es la cerrazón a ideas o planteamientos alternativos, por demostrados que estén. No hay margen a la divergencia puesto que sólo existe un discurso, una verdad revelada, un dogma a seguir. A este propósito, la ortodoxia no es meramente un poste referencia en el que mirarse a cada momento, sino el aglutinante de los miembros y la barrera precisa para evitar la irrupción de consignas ajenas al movimiento.
El cuarto elemento, tras la jerga pedagógica, el acto de fe y el pensamiento único, es el proyecto. Casi en el sentido orteguiano del término, aunque me resulte más que paradójico un paralelismo entre el fanatismo de los ideólogos de la educación y la alegre y encendida proclama del filósofo español por la libertad de los hombres.
En una primera etapa, el proyecto confeso de la secta pedagógica fue la introducción, propagación e implantación de la comprensividad en la educación nacional y, visto en la distancia, cabe hacer dos reflexiones. Desgraciadamente, obtuvo un éxito rotundo, dejando un lamentable rastro de ignorancia y sinrazón a su paso, cuyos principales deudores fueron generaciones y generaciones de jóvenes que creyeron que la educación era el pastiche que habían recibido, en el que el conocimiento estaba proscrito y la enseñanza sólo atinaba a balbucear algo así como valores y más valores, porque los saberes estaban en retirada forzosa de la escena educativa. El inexcusable aliado, en aquellos tiempos de ingenuidad y desafío, fue la política. Los hábiles estrategas de la ideología sectaria tomaron posiciones en los partidos del arco parlamentario y, con especial predilección, en los que ostentaban mayor representatividad en el electorado. Merced a su destreza en las entretelas del juego político, animaron un cambio de rumbo en el ordenamiento jurídico y legal del sector de la enseñanza hasta unos límites jamás conocidos en la España contemporánea. El fruto de esa nueva singladura fue la LOGSE, un desastre en toda regla, pero que propició que la educación emprendiera un camino que perdura hasta hoy mismo, pese a los diferentes cuerpos legislativos que se han ido desarrollando en las décadas posteriores a su promulgación. Conseguido este primer objetivo, puesto que la actual dinámica escolar raramente se aparta del modelo auspiciado por la secta, lo que resta es definir el complemento necesario para tomar el control pleno sobre los diversos agentes de la enseñanza.
Un factor que la ideología sectaria siempre ha visto con malos ojos es la clase docente, sabedora de que sus postulados y convicciones están al albur de las mentalidades de un pintoresco grupo de profesores y maestros que, las más de las veces, y por su estrecha relación con la realidad cotidiana de la enseñanza, no comulga a pies juntillas con los dogmas de fe de la Nueva Pedagogía. Este capítulo está a punto de cerrarse con la nueva etapa del proyecto sectario. La herramienta de la que se vale es la renovación del sistema de evaluación de los rendimientos objetivos del alumnado y la conversión del mismo al modelo competencial en auge por los países de la OCDE. Se enlaza la convergencia con lo político, dispuesto por la Unión Europea, con lo doctrinal. Semejante evaluación por competencias básicas rehúye los contenidos y centra la actividad docente en la recolección de «productos pedagógicos» basados en la aplicación y desarrollo de los criterios. Un galimatías pero que, en su fundo, supone la desaparición del importante papel de profesor o maestro en el espacio educativo. En definitiva, la apuesta de la secta es la extinción de la auctoritas del docente. Alguien replicará que esto no es ninguna novedad, ya que la indisciplina está a la orden del día en los centros escolares. Y, sin embargo, no es esa la autoridad a la que me refiero, sino a la académica, al último refugio de la actividad de los profesionales de la enseñanza. Con el nuevo sistema de las rúbricas competenciales, la educación se estandariza, perdiendo cuotas de libertad el docente en aquello que le es propio, la impartición de las materias de su adscripción.
Siendo objetivos, a pocas mentes se le escapaba que la secta pedagógica habría de persistir en su empeño y, cómo no, en la puesta en práctica de sus proyectos. Con el asalto a la docencia sólo se corrobora el afán de dominio, connatural al fanatismo, pero también la ojeriza por un sector que nunca estuvo convencido del todo de las supuestas bondades de la comprensividad. En este sentido, el profesorado es el último foco de resistencia al dogma sectario y, por lo tanto, lo pertinente es que la sociedad en su conjunto haga suyo el mensaje de libertad que transmiten a diario tantos y tantos profesionales de la educación e impida la estocada de muerte que quieren infligir los intolerantes a la enseñanza.