El peligro de las ideologías es que cada individuo delega su integridad, su compromiso moral, en las instituciones (sean políticas, deportivas o religiosas), así no se ve en la obligación de cargar con la responsabilidad de sus actos, pues la organización decide, actúa por todos.
Si ésta se equivoca nadie tiene la culpa, pues la masa señalará a los organizadores y estos se señalarán entre sí sin asumir su responsabilidad. Todos serán víctimas inocentes.
En algunas manifestaciones o actos multitudinarios hay quienes tratan de olvidar su mediocridad y sus miserias evadiéndose del sentido común para experimentar el subidón de la violencia gratuita.
Un hombre incapaz de matar una mosca puede matar a golpes a otro hombre movido por el frenesí de la turba.
La masa canaliza la ira o el odio reprimido de cada persona sin ser ella misma consciente de lo que está haciendo, pues uno cae irremediablemente en trance, es poseído por la colectividad, siente las vibraciones del ambiente como propias, creándose una resonancia emocional en toda su extensión.
En medio del éxtasis no se necesita más que un gesto, un amago de ataque hacia el «enemigo», para que, simultáneamente, estallen las tensiones y todos se dejen llevar por el desenfreno, interconectados como hormigas o abejas en un sólo cuerpo multiforme.
Puesto que las masas son fundamentalmente pasionales,
pueden sacar lo mejor y lo peor del ser humano.
El nazismo y el comunismo se sirvieron de esta hipnosis colectiva para llevar a cabo sus purgas, sus genocidios, sus crímenes masivos. Los congresos multitudinarios del nazismo hitleriano y sus megadesfiles sirvieron para implantar en la mente de las masas la semilla del odio y la discriminación; en tales momentos de exaltación, ¿quién no querría imaginar que formaba parte de una raza superior, de un nuevo orden que transformaría el mundo «para mejor»?
También las organizaciones religiosas se han servido de la colectividad para crear un ambiente de devoción propicio para la credibilidad de sus dogmas.
De igual manera se pueden canalizar energías positivas o sentimientos constructivos de solidaridad, como las grandes manifestaciones por la paz o la igualdad de derechos.
Los terroristas que se inmolan o secuestran a mujeres y niños en pro de un idealismo incuestionable son los mismos que vivieron una infancia secuestrada en aras de otro idealismo no menos incuestionable. En realidad no hacen sino repetir con otros lo que hicieron con ellos. Quienes se someten voluntariamente a esta negación de la realidad son los mismos que en su día fueron sometidos a una negación de su infancia, los mismos que tuvieron que reprimir sus impulsos vitales y sentimientos a manos de familiares y profesores. A través de sus víctimas o rehenes tratan de aniquilar en vano al niño frágil y desamparado que una vez fueron, y que sin duda siguen siendo.
El radicalismo ideológico es un refugio para personas inseguras, sin autoestima, desbordadas por el desengaño. Funciona como un sistema de ilusiones retroactivas que les permite desconectarse de la realidad a la vez que les confiere un poder, una motivación: la responsabilidad de ser o sentirse un elegido, un justiciero de Dios, de Hitler o de Lenin, sensación incomparablemente más estimulante que aquella otra que le ofrecía la «cruda realidad».
En el caso de los llamados terroristas islámicos la religión es solo una excusa. Por sus actos se demuestra claramente que no creen en lo que tanto defienden: «la palabra de Dios». Más bien utilizan el nombre de Alá para justificar lo injustificable. Tales ilusiones, sin embargo, suelen degenerar en graves crisis psicológicas, pues el sujeto mantiene una constante lucha entre su conciencia, que desea con vehemencia someterse a la ilusión, y su inconsciente que la niega sutilmente. Sólo mediante un golpe de efecto contra la realidad conseguirá materializar la ilusión en acontecimiento, forzando al mundo, a la realidad, a convertirse en testigo y víctima de una ilusión que ya no lo parece tanto: si puedo someter a víctimas inocentes en nombre de Dios, motivo de peso para no dudar de la providencia.
En contra de las apariencias, no es la convicción lo que les lleva a defender con tanto fanatismo su verdad sino todo lo contrario: es la inseguridad, el miedo a profundizar en ella y descubrir grietas, ligeras malformaciones que podrían terminar con la ilusión y derrumbar todo su edificio mental.