Mi padre, además de carpintero y profesor de secundaria, tenÃa una modesta farmacia de pueblo a la que llegaban curiosos personajes de dÃa y de noche. De adolescente trabajé allà con mi hermano repartiendo pedidos en bicicleta, cobrando en la caja, atendiendo al público o lavando de mala gana la vereda. Mucho antes, cuando niño, cada vez que decÃamos que estábamos aburridos mi padre nos daba una escoba. Cómo odiábamos esta sabia solución…
Con frecuencia tenÃamos que descifrar el lenguaje por señas de algún trabajador rural que nos llamaba hacia un rincón del local porque querÃa comprar condones y no sabÃa cómo decirlo sin que nadie se enterase.  Y porque la picaresca formaba parte también de nuestra juventud, nos hacÃamos los tontos y le pasábamos el pedido en voz alta a alguna empleada de forma que el gaucho se escondÃa debajo del sombrero. Con frecuencia los chistosos hacÃan pedidos por teléfono y nos mandaban por calles oscuras y a veces bajo lluvia a direcciones inexistentes o a casas de familia que luego resultaban prostÃbulos.
Recuerdo una larga lista de casos extraños: una señora que se enojaba con mi padre porque no querÃa venderle antibióticos para su niño, a pesar de que por entonces eran de venta libre; un señor que compraba supositorios a toda hora; el frecuente timbre de la casa a las dos de la madrugada porque alguien necesitaba de urgencia algún remedio y no tenÃa dinero para comprarlo en otro lado; la clásica frase “don Majfud siempre da a los pobresâ€; parejas a las cuatro de la mañana llamando histéricos para pedir por favor que le abran la farmacia abajo porque necesitaban de urgencia la pastilla del dÃa después, ella llorando y él riéndose como si fuese algo gracioso.
Pero estos breves recuerdos vienen por otra razón. Solo espero que en mi próximo viaje a Uruguay no me crucifiquen por la infidencia. No daré nombres. Tampoco importa, porque el punto central se refiere a un problema más abstracto.
En el pueblo habÃa un señor, muy conocido de la casa, que se quejaba de impotencia sexual. Mi padre, como era la norma, le dijo:
“Vaya con el doctor Alejandro. DÃgale que va de mi parte. No le va a cobrarâ€.
El doctor Alejandro era muy popular en el pueblo. TenÃa la costumbre de no cobrarle a la gente más pobre hasta que quebró y la gente empezó a decir: “el turco Alejandro se volvió loco; le está cobrando a todo el mundoâ€. Murió poco después de su ruina.
“Ya fui a todos los médicos habidos y por haber y sigo con el mismo problemaâ€, más o menos fue la respuesta de don X.
“Vamos a probar con un nuevo medicamento que todavÃa está en fase de experimentación, si estás de acuerdoâ€, dijo mi padre
Por entonces no existÃa nada parecido como el Viagra. Mi padre le dio unas pastillitas y don X se fue con la seria intención de probar el producto.
Al poco tiempo volvió con una sonrisa de oreja a oreja.
“Ese producto es milagroso -dijo don X-; necesito másâ€.
AsÃ, don X volvió por varios meses, maravillado de los progresos de la ciencia.
Un dÃa, don X volvió a deshora buscando sus pastillitas mágicas y mi padre le dijo:
“Mirá, es hora de que sepas la verdad. Vos tenés un problema psicológico. Las pastillitas que has estado tomando no son más que azúcar. No tienen nada másâ€.
No sé el resto de la historia y no importa.
Cada vez que leo y escucho sobre la inyección de dólares a la economÃa para que se recupere me acuerdo de esta anécdota del vecino impotente que pudo tener erecciones gracias a una superstición cientÃfica.
Si el dinero ha sido siempre una abstracción, un juego de sÃmbolos, hoy en dÃa lo es en una forma dramática. La lógica clásica dice que aumentando la liquidez se aumenta la inflación y se disminuye el valor internacional de la moneda, dos factores necesarios, por ejemplo, para la economÃa de Estados Unidos que debe competir con la devaluación de la moneda china y con los riesgos domésticos de deflación.
Pero aun cuando no existÃan estos riesgos, muchos años atrás se habÃa comenzado a aplicar el curioso recurso de regalarle a la gente dinero para que lo gaste. Como casi todos los productos manufacturados son importados, ese dinero se iba en autos japoneses o en baratijas chinas. Como en Estados Unidos la FED mantiene las tasas de interés en casi cero, y en paÃses como Brasil con cierto riesgo de inflación las han subido, los inversores siguen enviando esos “capitales†al exterior.
Pero en primera y última instancia, el efecto principal de estimular la economÃa aumentando la masa de sÃmbolos (monetarios) es psicológico. Si los inversores tienen miedo, si están desconfiados, no invierten, los precios bajan, las ganancias también, los consumidores se abstienen (el ahorro es la base de la recesión) y los precios siguen cayendo junto con la producción y el empleo. Etc.
La actual fase del capitalismo global es sobre todo una guerra de sÃmbolos y estÃmulos. Una guerra más psicológica que ideológica. Como en tiempos de los últimos neandertales, del Genghis Khan o de Hernán Cortés, la fuerza estará del lado de quien delire más, del lado del menos realista. No habrá cura ni salvación para quien no tenga fe en el sistema.
Yo no creo en el realismo. Primero, porque los realistas fantasean con la realidad. Segundo, porque la realidad nunca fue muy realista. Por el contrario, ha sido siempre el producto del delirio colectivo cuando no del delirio de algún fuhrer, dictador o salvador de turno.
Caminar sonámbulo tiene sus riesgos. Pero más riesgoso, parece ser, despertar abruptamente un dÃa. Razón por la cual los médicos y los hechiceros no recomiendan despertar a un sonámbulo ni contradecir a un loco.