«Los jóvenes ya no tienen ningún respeto ni a las normas ni a las personas mayores», «los jóvenes de hoy en día ya no tienen ningún principio ético», «estos jóvenes son unos insurrectos y unos malcriados», etc.
Quien no haya escuchado jamás estas frases salir de la boca de un adulto, se está engañando a si mismo y por ende nos está engañando a nosotros, ‘los jóvenes’. Muchos jóvenes pagamos, de forma injusta, el teletipo que suele adoptar la generación de personas adultas respecto a lo que su experiencia, resumida y sesgada, acapara de nosotros. Cuando un adulto o persona mayor incurre en afirmaciones de este tipo está cometiendo tres errores:
– El primero, generalizar respecto a los individuos.
– El segundo, faltar al respeto de individuo a individuo.
– El tercero, olvidar que en sus tiempos fueron jóvenes y sus mayores los tacharon con los mismos calificativos.
No me gusta hablar de mis experiencias personales, para mí este espacio es un espacio de divulgación; pero, en esta ocasión, la experiencia lleva implícita una lección de civismo, reflexión y consideraciones que cualquier adulto de los que afirman lo que hay entre las primeras frases entrecomilladas debería leerse, como poco, una vez.
Sucedió esta noche. Me dirigía a entrenar, para ello debo tomar la autovía, salir por un carril de deceleración e incorporarme a una vía principal que lleva al pabellón de deportes donde entreno. En dicha incorporación, un coche está situado delante mía; ambos en reposo. Cuando el conductor de delante decide incorporarse, supuéstamente, tras haber evaluado la posibilidad de hacerlo, inicia su marcha; yo, acto seguido, inicio la marcha detrás de él. Mientras observo a la izquierda la posibilidad de incorporarme detrás del vehículo de delante, se produce un golpe: en última instancia, el coche se detuvo delante de mis narices y, al estar observando a la izquierda, le golpeo la parte trasera.
Acto seguido ambos nos retiramos al arcén. Del coche sale un señor de unos 50 años acompañado de dos señoras, una de aproximadamente 50 años y otra un tanto más joven. Alterados, enfadados, empiezan a recriminarme que les he embestido por detrás con suma virulencia; yo les pido calma, me disculpo, pregunto por su estado físico y del vehículo y me dispongo a coger mi documentación.
«Caballero, son cosas del tráfico. Disculpe mi imprudencia pero son cosas que pueden ocurrir».
El señor, no inculto -por su modo de hablar- pero rebosante de arrogancia, me contesta indignado.
«Nos has dado un susto de muerte, casi nos dejamos el cuello por el golpe». (1)
Tras revisar nuestros coches, él su parte trasera y yo mi parte delantera, nos cercioramos de que no se a producido ningún daño, ni el más mínimo rasguño -prueba determinante que corrobora que no se trató de un golpe virulento, sino de un golpe que se puede dar a la velocidad que da de sí arrancar en primera desde el reposo. Seguidamente, el señor me exige la documentación porque, según el testimonio de una de las señoras, ‘le duele el cuello’ y quieren dar parte al seguro sobre ello. Toman nota de mis datos, yo de los suyos, y me piden el seguro, a lo que yo respondo:
«Caballero, por ley no estoy obligado a llevar ningún resguardo del seguro. Tome la matrícula y mis datos y notifíqueselo a su compañía, que ellos se encargarán del resto».
Obstinados, tanto él como sus acompañantes, me recriminan que sí es obligatorio llevar dicho resguardo. Yo, amablemente, vuelvo a argumentar:
«Señores, ¿entienden ustedes lo más mínimo sobre Derecho y Leyes?» (mutis)
Responden:
«Sí, es tu obligación. Conocemos nuestros derechos y nuestros deberes, nosotros llevamos el resguardo». (2)
Y yo:
«De acuerdo. Por favor, llamen a la Policía y que vengan ellos mismos a comprobar que mi seguro está en plena vigencia, aunque les adelanto que, por ley, no necesito ningún resguardo».
Mientras llega la Policía, una de las señoras se va echando la mano al cuello, curiosamente, cuando yo le dirijo la mirada. De reojo, controlando, observo que se aparta la mano del cuello y habla con total normalidad y movilidad. Llega una patrulla de la Policía Local; desgraciadamente, la zona donde se ha producido el percance está fuera de su jurisdicción, con lo cuál, lo único que pueden hacer es comprobar que mi seguro está vigente (A) e informar al dichoso trío que, efectivamente, no es mi obligación llevar el resguardo (B). Ambos agentes evalúan los coches implicados y comprueban, sin lugar a dudas, que no hay daño alguno: ni el más mínimo arañazo. Mientras tanto, la señora -la puta señora- se va echando la mano a su nuca como si estuviera padeciendo un dolor insoportable. Yo, habilidoso, siendo consciente de que los agentes se habían percatado perfectamente de que ahí no había pasado nada, pregunto a la señora con voz sarcástica:
«Señora, ¿está usted bien con su cuello? Podrían trasladarla al ambulatorio y nosotros terminamos de gestionar el papeleo, vaya a ser que se le empeore».
Ella contesta:
«Sí, me molesta ‘un poco’ ahora mismo».
Yo me giro a los agentes, que me pillan en la posición privilegiada de poder dar la espalda a los susodichos, y hago una mueca con la cara que expresa un ‘mucho cuento tiene’. Tras un rato esperando a la Guardia Civil de Tráfico, intercambio unas palabras con los agentes; ambos, jóvenes, me comentan que no debo preocuparme, que es obvio que no ha pasado nada más allá de lo que el trío quiere ver ahí. Al recibir notificación de que la patrulla estaba al llegar, se retiran y nos dejan esperando. El señor -puto señor- se enciende un cigarro, me mira, y suelta:
«Nos has jodido la noche por tu culpa». (3)
A lo que respondo:
«Disculpe caballero; le he pedido perdón por mi imprudencia, imprudencia que podemos cometer todos. Mas usted se ha frenado justo antes de incorporarse, aunque admito que era mi responsabilidad estar atento a su coche antes que al que venía por la izquierda. Y, por cierto, yo también tenía planes; ni usted es el único ‘jodido’, ni es mi culpa que llevemos dos horas aquí esperando» (por desconfiar de mí, por desconocer la ley y por querer sacar petróleo de donde sólo hay roca).
Obstinado, el hombre grita:
«No te estoy culpando, sólo estoy comentando mis impresiones». (4)
Y le digo:
«Acaba de decir que por mi culpa se les ha jodido la noche. Eso es culpar, no comentar. Mas puede ahorrarse el comentario pues no es el único ‘jodido’, caballero».
Se gira violentamente:
«Maldito enterado, a todo tienes respuesta. Si al final va a resultar que eres un ‘sabelotodo'».
Tras dos horas y media parados como gilipollas, aparece, por fin, la Guardia Civil de Tráfico. La única patrulla en una franja de autovía de cien kilómetros, aquí, expresamente para firmar un atestado porque a la señora le duele el cuello (tras demostrarse A y B). Al tomar nota de ambos, escribir lo correspondiente, permiten al trío de personajes retomar su vehículo y emprender marcha a ‘donde fuera que se les jodió la noche’, aunque digo yo, que antes deberían pasar por Urgencias a tratar ese dolor cervical que durante dos horas y media ha martirizado a la pobre señora. Mientras terminan de completar el atestado, los agentes, jóvenes, tienen una charla conmigo…
«Salta a la vista que no ha pasado nada, ningún coche tiene un rasguño. El incidente se ha producido a una velocidad de 5km/h; es una vergÁ¼enza que para este tipo de incidentes se tenga que echar mano de las fuerzas de seguridad del Estado, pues hubiera bastado con tomarse mutuamente matrícula y DNI; no se preocupe, caballero, que esto no le va a suponer ningún problema. Si la señora presenta algún tipo de reclamación por daños, con este atestado, está en su derecho a mandar un perito de su aseguradora para corroborar lo que nosotros, a simple vista, admitimos como pura comedia; si fuese algo grave, hubiera pedido médico; si le hubiera jodido la noche, no habrían perdido dos horas y media en esta chorrada. Coja su coche y siga su marcha; lamentamos lo ocurrido».
Y, en este punto, es cuando tengo que echar mano de los números entre paréntesis:
1) ¿Por qué el caballero no se dirige a mí de una forma educada y mesurada, sin alteraciones, hablándome de ‘usted’ del mismo modo que yo lo he hecho con él, desde el primer al último minuto?
2) ¿Por qué caballero y señora cuestionan mi conocimiento sobre leyes cuando, como es sabido, hace más de un año que entró en vigor la ley que prescinde de la obligación de llevar un resguardo de seguro?
3) ¿Por qué el caballero osa culparme por joder su noche, cuando tras haber cuestionado algo con lo que se ha dado con un canto en los dientes, empecinóse en levantar un atestado por un supuesto dolor de cuello, mas cuando yo puedo alegar que se detuvo repentinamente sin motivo objetivo, y partiendo de que mi noche también estaba jodida?
4) ¿Por qué el caballero cae en contradicciones lingÁ¼ísticas, culpándome de algo que podría haber evitado tomando mi matrícula y mi DNI, tal y como propusimos desde un inicio?
Sencillamente, me siento totalmente indignado. Admito mi imprudencia, desde el primer momento he mostrado intención de colaborar y un trato respetuoso:
– ¿Por qué tengo que aguantar que se me hable de ‘tú’, poniéndome en duda y culpándome de joder lo que fuere?
– ¿Por qué tengo que perder dos horas y media en algo que podría haberse solucionado en cinco minutos?
– ¿Por qué tengo que ser testigo de cómo una señora teatraliza un supuesto dolor de cuello provocado por un impacto a 5km/h?
¿Porque soy joven? ¿porque tengo cara de imbécil? ¿porque no merezco respeto ni credibilidad? Pues, señor conductor y acompañantes, después de haber mostrado la educación que se me ha inculcado en casa, después de haber obrado según la ley, después de haber tratado de llevar la conversación por la vías de la razón y el sentido común, permítame dedicarle unas palabras, ahora que estoy en casa, después de perder mi noche, y ya que nadie más me va a escuchar:
«QUE LE DEN POR EL PUTO CULO».
He aquí la paradoja de los adultos que no respetan a los jóvenes. Muchos de ellos se piensan que somos idiotas, maleducados, descarados e impertinentes, pero tras ser testigo del comportamiento de muchos de ellos, les sugeriría amablemente que revisaran su modo de ver las cosas. No sólo por el bien de la generación joven, quien da muestras a diario de ser una generación con principios e ideas claras, sino por el bien de las generaciones adultas, que sepan ver en nosotros algo más que cobayas de botellón, niños malcriados y personas sin cultura ni educación. ¡Venga ya! ¡hasta tal punto va a llegar mi indignación!
Este caballero se acaba de buscar un problema, pues no sólo no tiene donde agarrarse -palabras de las dos brigadas que intervinieron- sino que pienso echar mano del abogado de mi aseguradora. Le va a salir caro tomarme por tonto por el mero hecho de ser joven. Y luego tienen la desfachatez de criticar que los jóvenes no sabemos de qué vamos…