Hace cinco años, desde la bancarrota de Lehman Brothers en septiembre de 2008, lo que nunca habíamos imaginado -reformas estructurales y recortes en derechos- se viene produciendo a causa de una crisis económica que hemos interiorizado como fruto del gasto desorbitado por parte de los Estados. Tan eficaz ha sido la campaña de “mentalización” emprendida, que ya nadie rebate la consigna de que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades. Nos han hecho creer que la crisis ha venido provocada por una deuda pública generada por el excesivo gasto en servicios públicos y sociales. Y lo hemos asumido sin rechistar, dejando que nos empobrecieran, rebajaran salarios, redujeran o suspendieran prestaciones y eliminaran derechos como nunca antes se había visto ni tolerado de forma tan sumisa y pacífica.
Tras cinco años de un colapso financiero que ha estrangulado a la mayoría de las economías de los países de nuestro entorno, seguimos sufriendo las consecuencias no sólo de una crisis sabiamente manejada por sus causantes para culpabilizar a las víctimas, sino además de ser maltratados por las medidas que la combaten con la disimulada intención de imponer el neoliberalismo en la economía global de mercado. Es el triunfo de una hegemonía ultraliberal que utiliza la crisis para barrer cualquier atisbo de oposición a su ideología, en una batalla que libra desde que irrumpiera el tándem formado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a mediados de los años setenta del siglo pasado, contra aquellas políticas socialdemócratas surgidas tras la Segunda Guerra Mundial que supusieron la reconstrucción de Europa y la erección de lo que desde entonces se conoce como Estado de Bienestar.
Con la excusa oportuna de la crisis, hemos sido víctimas de un gran timo para responsabilizarnos de los desmanes de especuladores privados que, a partir de las hipotecas subprime y demás quiebras de entidades financieras (AIG, Fannie Mac y Freddie Mac, etc.), colapsaron el sistema llevando a la quiebra a bancos y entidades de crédito, dificultaron la financiación de los estados e hicieron estallar en nuestro país una burbuja inmobiliaria que nos mantenía en el espejismo de la abundancia. Las consecuencias no tardaron el llegar con el parón de la actividad económica, la caída enorme del PIB y el desempleo de millones de trabajadores.
La ortodoxia liberal había conseguido debilitar las ideas progresistas en el plano económico y social, haciéndolas aparecer como trasnochadas e ineficaces, hasta el extremo de obligarlas a renunciar de muchas de las conquistas igualitarias que contrarrestaban los abusos más groseros de un sistema capitalista desalmado. De este modo, las expresiones modernas de la socialdemocracia -la tercera vía de Tony Blair, el SPD alemán, el PSOE español, etc.- actuaron acomplejadas por un pensamiento débil que les inducía a promover reformas liberalizadoras en las economías nacionales, a privatizar empresas estratégicas, a desregular mercados y a admitir los axiomas neoliberales acerca de una presunta intromisión del Estado que obstaculiza el crecimiento económico.
Son precisamente tales medidas supresoras de regulaciones y de controles del mercado, liberándolo del interés general de la sociedad, las que han propiciado una crisis generada por la avaricia de los especuladores financieros. La doctrina neoliberal de que el mercado se autorregula sin necesidad del intervencionismo del Estado queda, así, desenmascarada en su falsedad. Y los mismos que, imbuidos en ese pensamiento, promovieron esta situación de absoluto descontrol y alimentaron la rapiña de los especuladores, son los que ahora pretenden sacarnos del atolladero con el cinismo y la desfachatez que les caracteriza.
No hacen más que rehuir de su responsabilidad y endosársela a los ciudadanos. Del desastre de un mercado dejado a su albedrío, que elevó la deuda privada -que no la pública- hasta niveles que hicieron colapsar al sistema financiero, se ha pasado a una deuda pública que financia el rescate de aquella mediante recortes en educación, sanidad, dependencia y otros servicios públicos que trasladan el sufrimiento a la población y abocan a la parálisis a gobiernos y países cuya economía está siendo intervenida de facto y enajenada su soberanía.
Personajes como, por ejemplo, Luis de Guindos, ministro español de Economía, y Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, son representativos de ser “pirómanos” y “bomberos”, simultáneamente, al proceder de agencias (Lehman Brothers) y bancos (Goldman Sachs) que prendieron el “incendio” de la crisis, sin que ello los inhabilite para presentarse como los que van a “sofocarlo” con las medidas que nos están recetando. Pero, no nos engañemos: ellos son simplemente agentes manijeros de la ideología que aspira al dominio absoluto.
Sin embargo, tales medidas no se dirigen a aliviar a los Estados (y a sus nacionales indefensos) de la estafa de que han sido objeto. Antes al contrario, se les obliga a endeudarse aún más, prohibiéndoles acudir a los bancos centrales para financiarse y debiendo hacerlo a través de la banca privada en condiciones tan desfavorables como las que determinan los inversores especulativos y las agencias de calificación. La economía se impone, de esta manera, a la política y dicta las condiciones, como esas medidas de severa austeridad para “equilibrar” presupuestos que agravan la recesión económica y la convierten en una depresión generalizada. Para Paul Krugman, un economista crítico con esta “doctrina destructiva”, el fracaso de esas políticas es evidente.
Ya nadie se acuerda, a estas alturas de la debacle, que la crisis que estamos padeciendo es consecuencia de una crisis del sistema financiero, falto de regulación, y no al revés. Y que fue el modelo neoliberal el que provocó el surgimiento de esta crisis, que se ve agravada por las medidas que sus propios causantes nos están imponiendo porque les conviene, no sólo por maldad.
Según Juan Torres López, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla, el incremento de las desigualdades se ve favorecido por el desvío del ahorro de las clases más ricas hacia la especulación en vez de a la actividad productiva, lo que hace disminuir la recaudación pública. Y que esa desigualdad es producto deliberado de los grandes grupos oligárquicos que imponen moderación salarial, trabajo en precario, reformas laborales regresivas, etc.
Son esos intereses económicos e ideológicos preconizados por los ultraliberales los que niegan toda alternativa para combatir la crisis, aunque en un primer momento no se opusieran a las recetas neokeynesianas que aconsejó el G-8, reunido en Washington en noviembre de 2008, y que inicialmente se aplicaron en España cuando el sector de la construcción entró en deflación (pinchazo de la burbuja inmobiliaria) y se procuró infructuosamente contrarrestar el parón de la actividad mediante el Plan E, las ayudas a parados, inversión pública y otros estímulos fiscales. A pesar de contar con superávit, el derrumbe de los ingresos fiscales y las inversiones de emergencia destinadas a paliar la desaceleración económica provocaron el déficit al que ahora achacan los liberales la culpa de la recesión y la crisis.
Negando la mayor, se traslada a la ciudadanía y a los servicios que recibe del Estado la culpa de los desafueros cometidos por los bancos y los especuladores privados, como si aquellos hubieran forzado a los bancos a concederles hipotecas y éstos no hubieran ofrecido la suscripción de tales productos financieros sin las debidas garantías de solvencia, embriagados por la vorágine inmobiliaria. En un mundo globalizado, el riesgo de las hipotecas subprime se transfirió a bonos de deuda, fondos de pensiones, de inversión, etc., contagiando a todo el sistema financiero, sin que las entidades de calificación de riesgo (Standard´s Poors, Moody´s, etc.), en parte beneficiadas por estas transacciones, alertaran de ninguna anomalía.
Ingentes cantidades de dinero público se ha destinado a salvar los bancos, provocando la crisis presupuestaria que sufren unos Estados que han de financiarse por la banca privada. Alemania, cuya potente economía tiene importantes inversiones como país acreedor, no ceja en las políticas de austeridad en Europa para obligar a los países periféricos a que paguen la deuda contraída con los bancos alemanes. Hacia el país germánico está circulando un enorme flujo de capitales que beneficia su deuda pública, abaratando su coste por estar muy solicitada y convirtiéndola, ante la inseguridad y desconfianza de los mercados, en un depósito de seguridad, como explica el profesor VinÁ§en Navarro. Por ello, Merkel se niega a la emisión de eurobonos, a modificar el estatuto del Banco Central Europeo para que financie sin intereses a los Estados miembros (con los debidos controles) y a aquellas políticas que confían más en el crecimiento que en la austeridad para salir de la crisis.
Es evidente que esta crisis beneficia a algún país, enriquece a unos cuantos especuladores y, sobre todo, posibilita la imposición de un sistema que, ciego a sus fallos criminales, apuesta por un liberalismo acérrimo en la economía, a pesar de que conlleve la pobreza y la desatención de millones de personas. Y lo que es más grave, los recortes y “ajustes” en la inversión pública y el gasto social darán lugar a un futuro de penurias y sufrimientos que los ciudadanos no merecen, como advierte el catedrático citado de Sevilla.
Los ciudadanos no fueron los culpables de la crisis, ni tampoco los causantes de la deuda de los Estados, sino la avaricia de los que acusan a los inocentes y los castigan sin misericordia, simplemente por un frío cálculo económico e intereses ideológicos.
La crisis es un timo de proporciones gigantescas e inmorales que tarde o temprano hará convulsionar a los damnificados.