Una señora anciana se acerca a votar en unos comicios municipales. Como no entiende -dice ella- de política, su nieto le ha preparado el voto. Un señor mayor lleva la papeleta de aquel que -según él cree- asegura su pensión (ignora que los ayuntamientos no tienen competencia en las pensiones). Un joven vota a un candidato que le ha caído más simpático: siempre que se cruzan en la calle, le saluda. Aquel señor vota lo que siempre ha votado. Es su partido de toda la vida. Aquella señora prefiere al candidato de la oposición. El alcalde actual todavía no ha puesto farolas en su calle y, además, han rechazado a su hijo para un puesto en el Ayuntamiento.
Cada cual tiene su razón o sus razones. ¿Cuáles son las más importantes? Para cada uno, la suya. En el fondo de la urna se cristalizan, en forma de humildes trozos de papel, ilusiones, opiniones, esperanzas, experiencias, trozos de nuestra biografía y de nuestros proyectos. En el fondo de la urna materializamos, resumimos algo imposible de materializar y resumir: la opinión, la opción libre. Y todas las opiniones -ahí radica la gracia del invento- en este lugar mágico valen lo mismo. El asunto de esta señora con las farolas de su calle es, ciertamente, importante. Pero no lo es menos la confianza de aquella anciana en su nieto (está segura de que él no la engañará), o la preocupación de aquel abuelo por su pensión (es lo único que tiene).
La vida se entretiene, despiadadamente, en hacernos desiguales: listos y lerdos, guapos y feos, torpes y hábiles. Sin embargo, en este recinto mágico de la urna todos, por una vez y sin que sirva de precedente, nos igualamos. El hecho es tan asombroso que, si no nos seguimos asombrando de él, es por nuestra dichosa tendencia a la rutina.
En el momento en que escribo esto, ignoro quién ganará las próximas elecciones que se convoquen (autonómicas, nacionales o locales… he perdido la cuenta); no sé cuál de las caras de los carteles electorales será la cara del vencedor.
Pero de una cosa estoy seguro: yo lo he votado