Sigo (y seguiré) con lo anunciado en mi anterior columna. Ya va siendo hora de que revele y explique, uno por uno, los ingredientes de ese supuesto elixir de la eterna juventud que empecé a elaborar hace casi treinta años y al que, desde entonces, he ido añadiendo infinidad de cosas, todas ellas saludables, al paso alegre de la edad.
Son muchas las personas que me piden la revelación de ese secreto, que lo es a voces. Nunca lo he ocultado.
¿Por dónde empiezo?
Lo haré por el sentido del humor. Sin él, la desdicha y el envejecimiento prematuro están garantizados. Joven es quien sonríe a todas horas y de todo se ríe, empezando por él mismo.
Leía yo en mi niñez (ya no lo hago), como muchos españolitos de aquellas quintas, las Selecciones del Reader’s Digest, celebérrima publicación mensual, venida hoy a menos, en cuyas páginas existía una sección titulada “La risa, remedio infalible”. Y lo es.
Yo la practico desde que me levanto hasta que me acuesto, y atribuyo a ella, en no escasa medida, el trallazo de energía cotidiana que me permite trabajar de sol a sol todos los días del año.
Todos, digo, y no exagero, porque mi jornada laboral es de ochenta y cuatro horas a la semana desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre. Sarna con gusto… Privilegio, ése, de quienes no trabajan por obligación y profesión, sino por vocación y, en consecuencia, devoción.
Sin buen humor no hay buena salud que valga. Ayer leí en un libro de Guzmán López dedicado a la Serendipity (palabro que no voy a explicar ahora) la siguiente frase, que cito de memoria: “Si ríes, todos reirán contigo; si lloras, llorarás sólo”. Es de una película coreana: Old boy.
¿Old boy? ¡Caramba! Ese soy yo, gracias al primer ingrediente de mi elixir de eterna juventud.
El segundo es la respiración. Hablaré de ella…