En estos días navideños parece que la fiebre compradora sube varios grados hasta alcanzar tórridas temperaturas tropicales. Los comercios, los grandes almacenes, las enormes superficies comerciales, se convierten en poblados hormigueros de una actividad multitudinaria. La gente consume más de lo habitual, más de lo necesario, quizá más de lo que sería lógico. Es lo que se llama, con palabra tan cargada de connotaciones negativas, el «consumismo». El tal consumismo tiene muy mala prensa entre la `inteligencia´ progresista, que diariamente lanza sus dardos (algunas veces, no sólo verbales) contra el neoliberalismo, contra la globalización, contra todas estas bestias negras provocadoras de las más flagrantes injusticias. Para ellos, la gente que compra supone una masa adocenada que se deja engañar por los falsos mensajes del capitalismo más interesado. Sin embargo, yo veo (quizá sea una ilusión óptica fruto de mi alienación) que la gente cuando compra parece contenta. Si está sufriendo por la alineación capitalista y por la explotación de las perversas multinacionales, lo disimulan muy bien. Está adquiriendo unos bienes que servirán para hacer un poco más placentera, o quizá sólo más llevadera, su vida y la de los suyos. Así de sencillo. Están, además, provocando un consumo sin el cual no habría producción ni riqueza, sin el que no sería posible nuestro sistema de vida. ¿Por qué esto es tan malo? ¿Por qué todo lo más granado de nuestra intelectualidad, con contadas excepciones, brama contra la gran superficie comercial, como la nueva Sodoma donde se reúnen todas las prácticas pecaminosas? Léase la novela de Saramago “La caverna”, y se comprenderá lo que digo.
Creo que en el fondo de esta interpretación late la idea puritana del placer como mal. No existe el placer inocente. Lo que es gustoso o es malo o hace daño al otro. En este caso, el consumismo hace daño a los pobres que no pueden (¡ya quisieran ellos!) practicarlo. Parece que la cantidad de dicha, o de riqueza es constante; no se crea ni se destruye. Si alguien es rico es porque alguien es pobre. Si alguien disfruta comprando un juguete inútil para su hijo (¿pero qué es lo útil y lo inútil?) o un turrón con el que se indigestará, esa es la causa de que millones de personas vivan sin lo necesario. Lo que es curioso (y hasta paradójico) es que estos intelectuales se declaran inequívocamente agnósticos, cuando no ateos, y esta mentalidad tenga una raíz judeo-cristiana que salta a la vista del más cegato.
A mí, por el contrario, me parece bien que la gente consuma. ¡Ojalá los pobres del mundo pudiesen hacer lo mismo! Para ello, para venir a engrosar nuestra pobre sociedad consumista, muchos arriesgan su vida. Es más: me parece estupendo que en España haya una clase de trabajadores que están accediendo a niveles de consumo (en cantidad y en calidad) que eran hasta hace poco privativos de una clase media-alta. Sería ideal que ese ascenso fuera acompañado de una mejora educativa, de un alto consumo de bienes culturales de calidad; pero incluso, por sí sólo, ya es una mejora.
La riqueza económica (y el criticado sistema de economía liberal que la produce) no me parece una desgracia, sino todo lo contrario. Es una desgracia la pobreza y la penuria, que normalmente tiene su raíz no en el liberalismo, sino en la falta de libertad. Pido perdón a todos los seguidores de la doctrina antiglobalizante. Pido perdón por la herejía que voy a decir: la algarabía de mis conciudadanos comprando al tropel me parece realmente una auténtica fiesta.