La emergencia social de las personas sin hogar
Un ligero cambio en las temperaturas es suficiente para obligarnos a renovar nuestro vestuario de los armarios y la ropa de anteriores temporadas. Es algo instintivo y solemos asumirlo con naturalidad porque tenemos una vivienda y dinero. Con esa misma naturalidad nos cruzamos a diario con personas que deambulan por la calle, están a las puertas de las iglesias, de los supermercados o en las estaciones.
Los vemos hacer cola en un comedor social, dormir en un portal o en un cajero automático, entre cartones o en el banco de un parque en verano. Á‰stas son algunas de las señas de identidad de las personas sin hogar, pero cada una es un mundo diferente, con una historia vital detrás, una dignidad casi olvidada, muchos sueños truncados y una estabilidad hasta que las circunstancias acabaron con el trabajo, el dinero, los seres queridos y la vivienda.
Miles de personas viven y duermen en la calles. Están a nuestro lado formando un universo de anónimos: muchos de ellos no quieren ser vistos, pero lo más grave es que nosotros no queremos ni tan siquiera mirarlos. Es una realidad cada vez más extendida. Jamás pensaron que podrían llegar a esta situación cuando años atrás se cruzaban en la calle con otras personas sin hogar. Ahora, sin embargo, son ellos los que llevan toda su vida y sus recuerdos encima y viven con lo puesto.
Vivir en la calle es el final de un desagradable camino de sucesos traumáticos. Falla la afectividad de los seres queridos, falta el trabajo, se acaban los ahorros, se puede sumar el fallecimiento de algún familiar, alguna enfermedad y, por último, la imposibilidad de poder afrontar los pagos básicos dejan a diario sin hogar a más personas de las que imaginamos. Muchos se sienten fracasados, en algunos casos avergonzados de su situación, viviendo de los recuerdos de cuando tenían lo necesario para vivir sin preocupaciones. Reclaman compresión, acompañamiento, afectividad, esperanza y, por supuesto, ayuda, no compasión.
Son más los que duermen en la calle que los que reflejan las estadísticas que hacen uso de albergues y comedores sociales. La falta de trabajo ha disparado en los últimos años una situación de la que ya nadie está a salvo. Cada vez más jóvenes, más familias enteras y durante más tiempo se quedan sin hogar. El drama social afecta ya por igual a extranjeros y a nacionales, a las grandes y a las pequeñas ciudades y la clase baja y cada vez más a la media…
La ONU indica que en el mundo hay más de 100 millones de personas que viven en la calle. Eso significa que uno de cada 60 seres humanos no tiene una vivienda digna y, lo que es peor, que la realidad de estas personas continúa siendo desconocida y tergiversada, ya que a pesar del trabajo continuo de asistencia y motivación de numerosos voluntarios y ONG, los prejuicios sobre estas personas continúan anclados en la sociedad, que los sigue identificando como mendigos, vagabundos, indigentes o alcohólicos…, pero nada más lejos de la realidad; muchos buscan trabajo por la mañana, la mayoría es víctima de insultos y agresiones, mientras que sólo un mínimo porcentaje tiene adicciones.
Las palabras del poeta Ángel González definen esta realidad de emergencia social en la que cada día más personas se ven obligadas a sobrevivir: “¿Qué sabes tú de mi vida? Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadora de un cuchillo clavado hasta el final de mi costado”.
Su situación es el fracaso de las políticas sociales pero también de la sociedad. ¿Qué pretende, por ejemplo, un gobierno como el húngaro al prohibir y multar, incluso con la cárcel, a quienes viven en la calle? ¿Quién tiene la culpa de la muerte de un joven de 30 años en un albergue de Sevilla, desnutrido y después de haber sido atendido en un hospital? La falta de sensibilidad, los recortes y el atropello de los derechos fundamentales nos afectan a todos, y por eso sólo la implicación decidida y conjunta nos permitirá mitigar y erradicar injusticias sociales como la de las personas sin hogar.