El crecimiento económico provoca daños a la naturaleza, no siempre lleva aparejada la cohesión social, y propicia un modo de vida esclavo de los bienes materiales.
La visión dominante en las sociedades opulentas sugiere que el crecimiento económico es la panacea que resuelve todos los males.
Sin embargo, el crecimiento económico no genera cohesión social, provoca agresiones medioambientales, propicia el agotamiento de recursos escasos y permite el triunfo de un modo de vida esclavo que invita a pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y más bienes consumamos.
En Estados Unidos, donde la renta per capita se ha triplicado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se reduce desde 1960 el porcentaje de ciudadanos que declaran sentirse satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba lo contrario. El incremento en la esperanza de vida al nacer registrado en los últimos decenios bien puede estar tocando su fin en un escenario lastrado por la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas enfermedades y la contaminación.
Así las cosas, en los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. Por detrás de esos imperativos despunta el problema de los límites medioambientales y de recursos del planeta.
Para calibrar la hondura del problema, el mejor indicador es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta, terrestre como marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas. Si en 2004 esa huella lo era de 1,25 planetas Tierra, según muchos pronósticos alcanzará dos tierras -si ello es imaginable- en 2050.
A buen seguro que no es suficiente con acometer reducciones en los niveles de producción y de consumo. Es preciso reorganizar nuestras sociedades sobre la base de otros valores que reclamen el triunfo de la vida social, del altruismo y de la redistribución de los recursos frente a la propiedad y al consumo ilimitado. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al trabajo obsesivo, como hay que postular el reparto del trabajo, una vieja práctica sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido.
Otras exigencias ineludibles nos hablan de la necesidad de reducir las dimensiones de las infraestructuras productivas, administrativas y de transporte, y de primar lo local frente a lo global en un escenario marcado por la sobriedad y la simplicidad voluntaria.
Lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en consideración es la conveniencia de cerrar o de reducir la actividad de la industria militar, la automovilística, en la de la aviación y en buena parte la de la construcción.
Los millones de trabajadores que perdieran sus empleos deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. El primero lo aportaría el desarrollo de actividades en los ámbitos relacionados con la satisfacción de las necesidades sociales y medioambientales; el segundo llegaría del reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que sobrevivirían. Importa subrayar que en este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar aparejada reducciones salariales, siempre y cuando éstas no lo fueran en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos y de disfrutar de mejores servicios sociales. Habría un entorno más limpio y menos agresivo que se sumaría a la derivada de la asunción plena de la conveniencia de consumir menos con la consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es preciso agregar que las reducciones salariales que nos ocupan no afectarían a quienes menos tienen.
El decrecimiento no implicaría, para la mayoría de los habitantes, un deterioro de sus condiciones de vida. Antes bien, debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores, la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos, las condiciones del trabajo asalariado o el crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente. Y es que hay que partir de la certeza de que, si no decrecemos voluntaria y racionalmente, tendremos que hacerlo obligados de resultas del hundimiento, antes o después, de la sinrazón económica y social que padecemos.
Carlos Taibo
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid