Sigue lloviendo. Arrecia el mal tiempo. Es la primera vez en mi vida que descender hacia el sur me conduce al frío. ¡Y eso que acaba de empezar el verano! ¡Cómo será el invierno!
Cruzo el sur de la Araucanía y llego a la extraña ciudad que sirve de boca de acceso a la Patagonia septentrional chilena. Se llama Puerto Montt, es abrupta a más no poder, sus casas trepan por los flancos de la serranía que la encajona y su costanera, en la que me alojo al resguardo de un hotel muy agradable, el Club Presidente, discurre al hilo de una ensenada abrigadísima y de asombrosa belleza.
En uno de sus extremos despunta el pintoresco puertecillo de Angelmó -tenduchos de artesanía baratijera, pescadores de bajura, palafitos y marisquerías de precio de orillo y raciones gigantescas- en el que me refugio para probar el curanto. Así se llama la especialidad gastronómica de la comarca. Me la han ponderado por doquier. Consiste en montañas y montañas de animales marinos mezclados con papas hervidas y carne de cerdo y vacuno. Con un solo plato cabría alimentar a seis japoneses, y aun sobraría.
Decepción. El sabor es tosco. Manca fineza!, que diría Andreotti. La objeción vale para casi todo lo que hasta ahora he comido en Chile. Se salvan el perol y el disco de Juan Fernández. Tienen, además, la manía de ahogar los platos bajo una espesa colcha de cebollita picada y mezclada con cilantro (especia que detesto y que, aplastándolos, apaga y uniformiza los sabores).
Mucha cantidad, poca calidad y monotonía a discreción. ¡Y eso que el congrio, pensamiento casi único de la gastronomía chilena, es uno de mis pescados preferidos!
Los vinos, en cambio, son de rechupete. Ya sé que no descubro nada.
Voy con retraso. Escribo estas líneas en Montevideo, tres semanas después de los hechos que en ellas recojo. El atracón de curanto se produjo el 23 de diciembre. Diacronías de la literatura de viajes puesta al servicio del calendario y las estrecheces de un blog.
Recupero ahora, impertérrito yo y sordo a las prisas de la tiranía digital, el presente de indicativo, por histórico que resulte.
Noches blancas. Atardece a eso de las diez, hora chilena, y el crepúsculo es lento, largo, interminable. Hay tiempo para volver con calma al hotel, echar un vistazo a la tele española -me gusta la serie Amar en tiempos revueltos y me gustan las chicas que aparecen en ella, pero sólo la veo cuando estoy en las antípodas- y seguir enfrascado en la lectura de la Guía para viajeros inocentes, de Mark Twain, publicada hace poco por Eduardo Riestra en Ediciones del Viento.
¿Literatura de viajes? Lo es en grado sumo la de este libro descacharrante, que leí en mi niñez con el título, más exacto, más afortunado, de Los inocentes en el extranjero, y que, pese a su grosor, no tiene desperdicio. Mark Twain se ríe en él de todo el mundo, empezando por su persona.
No me gustan los escritores que carecen de sentido del humor. Bruce Chatwin es uno de ellos. Lo menciono porque su libro de viajes por la Patagonia (y otros suyos que tal bailan) goza, inexplicablemente, de un prestigio cuyo fundamento se me escapa. Era un cursi, un neurótico, un quejica, un depresivo, un impostor y un eterno adolescente. Debe su fama al apoyo de los colectivos homosexuales, pero eso no pone ni quita y nada tiene que ver con la literatura. La de ese principito del guisante aburre hasta a los osos perezosos. Sé que seré criticado por decirlo. Es sólo una opinión, pero estoy seguro de que Mark Twain la compartiría.
El Club Presidente está revestido, por dentro, de madera. No se ve en él ni un centímetro de yeso, aunque por fuera sea un mamotreto de hormigón. Sabe a hogar. Bienvenida sea esa vitola en tan lejano puerto. Mañana, para mí, es nochebuena. A eso de las nueve, con la luz de San Petersburgo entrando a raudales por el ventanal, estaré en la cama.