Lin Po era transportado en su litera por una concurrida calle de Nanking. Ensimismado en lo que había de transmitirle al joven Emperador, casi no se apercibió de que sus porteadores habían aflojado el ritmo de sus pasos. El chambelán que les precedía, haciendo sonar un pequeño gong para anunciar que llegaba un dignatario de la Corte, había disminuido el volumen de sus golpes, sin por ello interrumpir la cadencia.
Lin Po descorrió un poco la cortinilla para enterarse de lo que interrumpía la marcha de la comitiva.
Una bronca fenomenal tenía lugar a las puertas de la casa de comidas y burdel. La gente se reía y hacía mofa de un viejo al que habían echado a la calle por borracho que no quería pagar. Bajo los gritos de la encargada y las amenazas de sus guardianes que querían seguir pateándolo, Lin Po bajó sus ojos al amasijo de ropas por donde asomaba la cabeza del viejo, mirando a un lado y a otro, cómo preguntándose qué era lo que estaba ocurriendo.
El magistrado Lin Po creyó reconocer al anciano. Cuando estuvo más cerca, lo reconoció: ¡Era su compañero de estudios Teng Xiao que tanto le había ayudado en sus estudios y con el que tan firme amistad le había unido durante la juventud! Había desaparecido de la Corte hacía años y todos lo imaginaban retirado en el Templo de Saolín.
Bajó de la litera, se hizo un silencio de respeto mientras se habría un espacio que lo condujo hasta el anciano ante el que se inclinó con respeto.
– ¿Eres tú, amado Teng Xiao?
– Ah, granuja Lin Po, ¡qué alegría volver a verte!
– Venía a tu encuentro, Maestro, aunque no lo sabía.
– Pues vamos a beber una frasca de buen vino. Ayúdame a levantarme.
Ambos entraron en el mesón mientras los porteros se inclinaban y la matrona se derretía en zalemas:
– ¡Pasad, gran señor, honráis mi casa!
– ¡Haced sitio a mi Maestro y preparadle un baño y las mejores ropas!, – ordenó sereno.
– Ah no, Teng Xiao, nada de eso. ¡Vamos a beber por los buenos tiempos! Todo lo demás puede esperar.
– Entraron, bebieron y comieron, escucharon música y fueron atendidos por los sirvientes hasta que el anciano se quedó dormido con una sonrisa en el rostro y un hilillo de vino que se le escapaba por los labios.
– El dignatario limpió con su pañuelo de seda la boca del Maestro, se inclinó ante él y, buscando un bolsillo entre los andrajos, le metió un hermoso brillante que le garantizara una buena vida hasta el fin de sus días.
Mientras se alejaba emocionado, dijo a la dueña del local, después de pagarle con largueza: «Cuida de que nada le falte».
Incapaz de asimilar lo que había ocurrido, partió en su litera al encuentro del Hijo del Cielo.
Pasó un año, y el Magistrado volvió a pasar por la misma calle en su visita al Emperador. Extrañado de que Teng Xiao no se hubiera dejado ver, a pesar de que había enviado a sus criados a buscarlo, quiso verificar que no había sido un sueño lo sucedido el año anterior.
De nuevo, el alboroto, los gritos, los porteros amenazantes y la patrona lanzando improperios contra un amasijo de harapos revolcándose por el suelo.
– Pero, Teng Xiao, ¿eres tú?
– ¿Y quién había de ser, amigo Lin Po?
– ¿Pero no había dejado un brillante en tu bolsillo para que nada te faltara?
– Ah, Lin Po, siempre el mismo. ¿Crees que los pobres metemos las manos en los bolsillos? Nunca hay nada de valor. Lo que de verdad vale, está afuera o en el interior. ¿Bebemos?
Y los dos amigos entraron de nuevo en el burdel dejando un rastro de sangre, dejando un rastro de lágrimas.
J. C. Gª Fajardo