Matajuro, hijo de un célebre Maestro del Sable, estaba descorazonado porque su padre pensaba que era mediocre para hacer de él un maestro. Asà que partió hacia el monte Futara para echarse a los pies del Maestro Banzo y rogarle que lo aceptara como discÃpulo en el noble Camino de la espada.
– No reúnes las condiciones, – le respondió Banzo.
– ¿Cuántos años me costará llegar a ser maestro si trabajo duro?, – insistió Matajuro.
– El resto de tu vida, – le dijo Banzo.
– ¡No puedo esperar tanto! ¿Cuánto tiempo me llevará si trabajo duro como servidor tuyo en cuerpo y alma?
– ¡Tal vez unos diez años!, – contestó con calma el Maestro.
– ¡Pero mi padre ya es anciano y no podrá comprobar los resultados! ¿Cuántos años serÃan si trabajo más intensamente?
– ¡Oh, quizás unos treinta años!, – respondió con dulzura el Maestro.
– ¡Se está burlando de mi dolor, Maestro! Antes eran diez y ahora dice treinta. ¡Se lo juro por el Cielo, haré todo lo que haya que hacer por dominar el arte de la espada en el menor tiempo posible!
– ¡Bueno, entonces, tendrás que quedarte aquà unos sesenta años! Quién desea obtener resultados tan deprisa no avanza mucho, – explicó con gran paz Banzo.
– ¡De acuerdo, – dijo humildemente Matajuro al comprender que le perdÃa su impaciencia -, acepto ser su servidor.
El Maestro le ordenó que no tocara un sable ni hablara más de esgrima, ni siquiera podrÃa asistir a las clases de los otros discÃpulos. Que se limitase a servirle en cuerpo y alma.
Pasaron tres años, Matajuro trabajaba en silencio sin lamentarse por no poder estudiar el arte al que habÃa decidido entregar su vida. Un dÃa, mientras subÃa agua del pozo, el Maestro lo asaltó por detrás y le dio un terrible bastonazo con un sable de madera. A la noche siguiente, le dio otro más fuerte mientras Matajuro preparaba el arroz. Hasta mientras dormÃa o acarreaba la leña, tenÃa que estar alerta para protegerse de los sablazos de Banzo.
Aprendió tan rápidamente que su concentración, su rapidez, su fuerza y un sexto sentido, le permitieron evitar los ataques de Banzo.
Un dÃa, menos de diez años después, el Maestro se bañó con él, y sin decir palabra, I shin den shin, “de mi corazón a tu corazónâ€, le hizo comprender a Matajuro que ya no tenÃa nada más que enseñarle.