Siento que últimamente me afectan mucho las situaciones de cambio, me desvelan sucesos que de alguna manera suponen una ruptura en mis rutinas, por nimios que sean. No hace falta que sean graves o preocupantes.
Un simple viaje ya me hace levantar tres o cuatro veces en la noche, si no me obliga a ingerir un tranquilizante para poder cerrar los ojos. O si me aguarda al día siguiente alguna eventualidad a la que presto o me exige cierta atención adicional.
Irme de vacaciones ya me altera, a pesar de ser un hecho deseado y esperado todo el año que se supone aportará descanso y tranquilidad.
Cualquier cosa imprevista o que rompa la normalidad predecible de los días me excita imperceptiblemente en apariencia pero agita mi corazón y aleja el sueño por las noches, por muy cansado que me acueste.
Esta intolerancia anímica a los cambios y modificaciones en mis hábitos rutinarios la percibo como un síntoma inquietante de envejecimiento, como una señal clara de que me estoy transformando en un viejo gruñón que se irrita, no contra los demás, sino contra sí mismo.
Como si mis nervios fueran lo primero que se está deteriorando con la vejez.
Envejezco de los nervios.