Como bien he comentado en múltiples ocasiones, el problema de España como Nación, como concepto y como realidad (y más tarde como Estado) ha suscitado múltiples y muy variadas discusiones entre intelectuales muy diferentes entre sí, como Ramiro de Maetzu, Ortega y Gasset, Valle-Inclán, Azaña, Menéndez Pidal, Unamuno o incluso Cánovas.
Después del golpe de 1934 y la posterior Guerra Civil en 1936, se produjo un claro punto de inflexión que llevó irremediablemente a una dictadura que, como reflejo de las “dos Españas” existentes, únicamente podía ser totalitarista: fascista o comunista. Perdió el Frente Popular y ganó el Frente Nacional y España fue sometida a una dictadura personalista, de corte fascista y ultracatólica durante cuatro décadas.
La muerte del dictador, como si de un reflejo del cántico militar “la muerte no es el final” se tratase, se continúo con un apéndice del régimen encabezado por el príncipe Juan Carlos, que blindó su subida al trono en tres grandes pilares:
-La izquierda en una doble vertiente: los grandes hombres del régimen convertidos en progresistas interesados (Jesús Polanco, Fernández de la Vega, Juan Luis Cebrián, Rubalcaba, Jesús Bermejo…) y exiliados de mantilla impoluta que se habían opuesto al régimen desde el exilio (al contrario que muchos otros, despreciados por esta nueva realidad de izquierdas, que habían luchado clandestinamente desde dentro), donde quizá el máximo representante fue Carrillo.
-Los nacionalistas, ilegalizados y exprimidos durante la dictadura, que veían con gran optimismo su futuro (especialmente el económico) y tenían que hacer valer sus credenciales ante las nuevas, aunque continuistas, instituciones del Estado. No eran nacionalismos moderados y colaboradores al estilo de Cambó (Pujol no pudo, puede ni podría asemejarse a él), sino que era un nacionalismo visceral al estilo del fanatismo racista y ultracatólico de Sabino Arana y del extremismo independentista y virulento de la ERC.
-La derecha empaquetada en el ex ministro Fraga (eterno candidato y supuesto reformista) y los alfiles del ajedrez real capitaneados por Adolfo Suárez, hombre procedente del Movimiento, utilizado por el rey para conseguir sus objetivos personales y desplazado de las instituciones bajo una conspiración repulsiva que está sobradamente documentada.
Es, por tanto, la Constitución de 1978, un acuerdo temporal que no nace del consenso, sino que supone un vaso de agua que calma la sed de las diversas facciones antes mencionadas y que permite al príncipe Juan Carlos, con la areola de una supuesta democracia de trasfondo, configurar un régimen de poder unipersonal y desde la victoria del PSOE en 1982, sin separación de poderes. Y esto, es el principio de casi todos nuestros males.
La conformación del Estado de las autonomías fue una realidad que aplacaba los problemas de España tras la muerte de Franco, que permitía armonizar y templar los instintos más radicales y que sentaba las bases de lo que después los españoles tendrían que decidir (o esa era la teoría) de forma más o menos democrática. Los españoles debían decidir (ya que en ellos reside la soberanía del Estado) si querían un Estado fuerte y centralizado, un Estado descentralizado pero cohesionado o un Estado descentralizado (utópicamente hasta el extremo de los ayuntamientos) donde el Estado central fuera un mero observador y equilibrador de la balanza.
Pero lo que se ideó como una temporalidad por conveniencia de casi todos (especialmente políticos ladrones, nacionalistas, terroristas y aprovechados varios) permaneció casi imperturbable, impertérrito, hasta el año 2000, año de la paradójica catástrofe nacional. Ese año, el refundado PP, consiguió la mayoría absoluta en medio de un clima de crecimiento económico, influencia internacional y desarrollo del estado de bienestar, pero con una escasa idea de estado y una habitual ineficacia para el progreso y el cambio.
Pues bien, José María Aznar tiene a priori una idea de cómo se debe configurar el estado y lo que es peor, ostenta el suficiente poder para poder proseguir con el desarrollo del estado autonómico que se ideó en la Constitución de 1978. Un camino que ineludiblemente tenía que acabar en una consulta a todos los españoles sobre qué modelo de Estado querían, con qué estructura y con qué instituciones debía conformarse.
Sin embargo, el Gobierno de Aznar se dedicó a contentar a propios y a extraños transfiriendo de forma anárquica, insolidaria y arbitraria competencias a las Comunidades Autónomas, sin preocuparse en garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. Dio alas al independentismo nacional-monetario, al sectarismo y al mangoneo. Y es sobre este engranaje infame sobre el que se asientan la corrupción, el tráfico de influencias, los abusos de poder y los demás elementos de este sistema mafioso en el que se estructura el estado.
Pero si esto fue perjudicial, el Gobierno del inepto y zoquete Rodríguez Zapatero consiguió terminar de hundir las posibilidades de regeneración democrática que necesitaba España. Y para ello, vendió las instituciones a los que más querían destruirlas (terroristas, independentistas, subvencionados, extremistas, ricachones y demás chorizos), abriendo el melón del dinero para todo y para todos, reabriendo las dos Españas y desguazando las instituciones.
Después de la metamorfosis mejicana de Mariano Rajoy en 2008, donde claramente pactó un cambio de régimen con las altas esferas de la nación, no esperábamos que la regeneración democrática llegase cuando ganase las elecciones. Y lo esperábamos aún menos cuando vimos la fuerza que adquiría en la vida pública el comunismo destructor y trasnochado de IU y que la regeneración desde la izquierda se hacía imposible de la mano de un líder mentiroso, oscuro, taimado y subversivo como es Alfredo Pérez Rubalcaba.
Peor aún. La cúspide de la pirámide de la sociedad feudal de la España del siglo XXI (poco distinta a la de la España del siglo XVI) está completamente corrompida y supone el mayor escollo para la regeneración democrática del país. Está corrompida no solo por ser heredera de un régimen fascista, sino por estar alejada de los españoles y por haber estado envuelta en algunos casos de dudosa buena reputación; basta recordar a Prado y Colón de Carvajal, a Jesús Polanco, a Mario Conde o al mismo Iñaki Urdangarín.
La corona como institución, por pasado, por presente y sobre todo por futuro, está claramente desacreditada para liderar una regeneración de cualquier tipo. La corona, como garante del hiperestado corrompido y caduco que tenemos, debe renunciar de forma inmediata al modelo actual y dejar paso a una regeneración democrática profunda y real que debe asentarse en tres principios básicos: libertad, democracia y cambio.
Solo desde el individuo particular, con el deseo de unir, en sentido unidireccional y con idea de estado y sentimiento nacional se puede iniciar el camino de la reconstrucción y de la regeneración democrática que necesita nuestro país. Para ello, lo primero y necesario es un pacto de estado entre los dos grandes partidos que garantice la sostenibilidad del sistema, la disolución del sistema autonómico y la renuncia del jefe del Estado. Una vez que se realicen las reformas necesarias, se debe garantizar que el pueblo ejerza su soberanía con absoluta libertad y decida quién, cómo y cuándo debe dirigir las instituciones del estado.