Cuando me tocó la responsabilidad de ser Juez Agrario de Primera Instancia del estado Zulia, siempre ordenaba a las partes que procedieran a conservar el ambiente, la naturaleza y los recursos naturales renovables. Procedía inspirado en mis convicciones y acorde con la más calificada doctrina iusagrarista que considera a esos bienes “sustentáculos de la vida misma”. El Tribunal Agrario de jurisdicción especialísima, tenía por finalidad trascendente cuidar de las Tierras, Bosques y Aguas. Inicialmente tenían como denominación: Juzgados de Tierras, Bosques y Aguas. Y hasta, pasado el tiempo, se les consideró, por disposición de la Ley Orgánica de Tribunales y Procedimientos Agrarios, tribunales ambientales, porque podían conocer de los delitos y faltas en contra de esos recursos indispensables para la vida.
Esos bienes son creación de Dios. Á‰l, que, en la cumbre de la creación, llegó a querer al hombre y a la mujer “a imagen suya” (Gén 1, 31), les confió a ellos la responsabilidad de tutelar su armonía y desarrollo (Gén 1, 26 – 30).
El creyente debe salvaguardar el ambiente y, el no creyente, pero de buena voluntad, debe hacerlo también. Es una obligación vital religiosa, de buena voluntad y legal o constitucional y, por qué no, hasta supraconstitucional.
Nuestra Constitución vigente, en el artículo 127, dispone que “es un derecho y un deber de cada generación proteger y mantener el ambiente en beneficio de si misma y del mundo futuro. El Estado protegerá el ambiente”.
Su uso, el de los recursos naturales, ha de ser racional. Con el compromiso de mantener un ambiente sano, respetando con ello la vida y la dignidad de la persona humana, la diversidad biológica, los recursos genéticos, los procesos ecológicos, los parques nacionales y monumentos naturales.
¡Que de ríos desaparecidos! ¡Cuántos contaminados! Nuestro Lago de Maracaibo, de Venezuela, hoy seriamente contaminado y dañado, cuando ayer cercano, como el reservorio de agua dulce más grande del mundo, podían los zulianos bañarse en él. Ese hermoso Lago, que tanto petróleo ha producido y produce, hoy languidece, y la humanidad entera debería intervenir para salvarlo. ¡Cuántas especies desaparecidas!
El hombre se ha creído un tirano de la naturaleza y ésta se está rebelando. Los cambios climáticos no andan lejos de ser consecuencia de esa cruel tiranía.
Insisto en lo del uso. Como lo expone Benedicto XVI, nunca podría estar separado de la relación natural, con el ambiente, el desarrollo humano. Es un don de Dios para todos y su uso representa responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y con toda la humanidad.
El Papa, en su encíclica Cáritas in veritate. Sostiene que “la naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad”.
Franciscanamente debería ser el trato del hombre con la naturaleza. Hablarle, amarla, como hacía San Francisco de Asís, el Patrono celestial de los ecologistas, quien sabía que todo tiene a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 9 – 10).