El haber vivido estos 12 años y espero no sean muchos más, en Venezuela tierra otrora bendita, me han permitido llegar a una conclusión muy cruel.
Aborrezco a mis padres, desprecio a mis maestros, odio lo que he aprendido.
Y cómo no hacerlo si me enseñaron educación, me instruyeron sobre la honorabilidad y la dignidad; fui aleccionado sobre respeto al prójimo y se me inculcó el poder del estudio y del trabajo, la moral y el civismo; es decir, tuve casa y familia, tuve escuela.
Pero, no me enseñaron a vivir en esta sociedad en donde se miente, se defrauda, se engaña, se roba, se usurpa, se priva, se estafa, se despoja, se malversa, se asalta, se expropia, se desvalija, se asesina, se secuestra, se extorsiona, se trafica drogas todos los días y no hay ley, ni justicia, ni criterio ni ganas para imponerla, ni quien quiera porque los encargados de hacerlo, lo único que nos ofrecen es “patria, socialismo y muerte”.
El desconcierto que ya está asimilándose en el ADN de todos los venezolanos que vivimos esta pesadilla llamada “socialismo del siglo XXI”, solo verá su fin cuando entendamos que la base de la sociedad es la familia y no el estado; que una economía sana es cuando el país goza de una clase media grande, fuerte y próspera y no una economía opresora de estado comunista; que la mejor manera de crecer es el estudio y el trabajo, y no la venta de drogas, el robo o las misiones.
Cuando comprendamos que los gobernantes son nuestros empleados a quienes pagamos para que hagan su trabajo y no nuestros dueños, ni dueños de nuestras pertenencias. Que han de trabajar por nuestro beneficio y no para su propio peculio.
Que las leyes son para nuestra protección y no para parapetarse tras ellas y poder traficar, robar y asesinar impunemente.
Y que solo en libertad y democracia es posible lograrlo.