En mi artículo El despertar de un demonio dormido y peligroso, que debe andar por algún lugar de internet desde diciembre de 2003, escribí, como inicio, la siguiente sentencia: ” Si hay algo peor que el gobierno de un dictador, es el de un resentido, y peor aún que el del resentido es el de quien arriba al poder alabando a uno y a otro.”
Quien lea el artículo entenderá que aquella aseveración era una advertencia sobre lo que había mostrado el golpe de abril de 2002 en Venezuela: que nuestra superestructura sociopolítica, en tres años de gobierno bolivariano, no había mudado en nada, que continuábamos ajustados al esquema de búsqueda del poder bajo la influencia de doctrinas maquiavélicas, que el intento dictatorial de Carmona Estanga contaba con secuaces que habían pactado con Dios y con el Diablo y que la motivación principal de los venezolanos que participaron en el golpe era el resentimiento (las motivaciones inteligentes vinieron de afuera, lo sabemos).
Pero resulta que hoy, a ocho años de aquella experiencia, vuelvo a encontrar la superestructura sociopolítica intacta, aún deudora y pagadora de la larga labor verdiblanca que le dio vida y fundamento.
Escribió mi amigo José Roberto Duque en su reflexión titulada Oficialistas que “No hay revolución sin actos revolucionarios”. Y obvio, para que haya actos revolucionarios debe haber personas revolucionarias dirigiendo y ejecutando los actos políticos, sociales, culturales y económicos, y de toda índole, pues.
Y entiendo que Duque se refería al acto revolucionario estructural, el que se produce con el quiebre de sistemas impulsado desde una estructura grupal (partidaria o comunal) con poder (asignado o tomado) desde el Gobierno hacia el Estado. Y digo esto porque sé que fuera de estos linderos se ejecutan actos revolucionarios cotidianos, que muchas veces son negados por la estructura partidaria, porque estos actos cotidianos suelen dejar en evidencia la contracción conservadurista o reformulista de la superestructura.
La estrategia de acceder al poder alabando a unos y a otros –el esquema maquiavélico- parece que también persiste y con este el carácter ladino de los cuidapuestos de oficio.
La falta de foco y sustento ideológico también se ha mostrado a niveles y ámbitos significativos de la superestructura política, del Gobierno y del partido que lo debe sustentar doctrinariamente.
Las explosiones reactivas, sin planificación estratégica, carentes de tácticas efectivas, dominan las acciones de la superestructura sociopolítica, muchas de las gubernamentales y, obviamente, la de la estructura partidaria, y esta obviedad se ha patentizado de manera preocupante luego de los resultados del proceso electoral del 26S.
La consecuencia de esto puede ser algo que no guarda relación con el ideal democrático o con lo que son las raíces profundas del ser democrático: el surgimiento de un estado de caos donde aversión, odio, automatismos y acriticismos de toda índole se confundan con formas y acciones necesarias para la toma y sostenimiento del poder.
La tarea política y el deber social de todo proceso revolucionario, como primera etapa, se resume en despertar la conciencia del pueblo para que se fortalezca críticamente, con el objetivo de preservarlo de la costumbre de impulsarse o moverse con mansedumbre hacia la cola de espera de los crematorios del poder hegemónico. Y esto sólo se consigue si el necesario didactismo político de la revolución se articula desde un punto de vista no oficial.
Y entendamos algo: un ”proceso revolucionario oficializado” significa, al igual que el confuso caos que mencioné arriba, la muerte de la revolución (y probablemente de toda alternativa democrática).
Peor aún: la revolución se aparta de su talante libertario y de su potencia desestructuradora en la medida en que asume como designio edificar la sociedad a imagen de una divinidad, o de un fetiche. En ese caso la revolución se transforma en el opio del pueblo, es decir, en una religión (dogma e idolatría mediante) para abandonar su naturaleza evolutiva hacia un grado sociopolítico superior de libertad crítica y democracia participativa y popular.
Ese es el demonio que puede despertar ahora, para poner en peligro al país. En una revolución donde escasean los actos revolucionarios y abunda el maquiavelismo, donde aún no parece definirse un foco y un sustento ideológico-doctrinario que vaya más allá de la adulación del líder y de su peligrosísima deificación, donde se preserva la superestructura sociopolítica establecida por el antiguo régimen, no puede haber sino degradación y aberraciones, distanciamiento y decepción, confusiones , bochornos, derrotas y aniquilamientos.
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