Se incrementa el número de mujeres y jóvenes que visitan los albergues para personas sin techo en España. Si la estadística habitual nos habla de hasta un ochenta por ciento de ocupación masculina, parece que la tendencia está cambiando y cada vez se dejan ver más mujeres y personas jóvenes que acuden a estos centros buscando alimento y un lugar donde dormir.
Á‰sta era una de las noticias incluidas por una cadena de televisión nacional en el informativo nocturno de hace unos días. La pieza me llamó especialmente la atención por su protagonista, un joven que apenas pasaba de los veinte años y que con absoluta facilidad de palabra nos ponía al corriente de su situación.
Contaba que no tenía familia alguna y que estaba estudiando bachillerato. Trabajaba en lo que le salía, fundamentalmente durante el fin de semana. El dinero no le llega para alquilarse un alojamiento, ni siquiera una habitación. Así que vive y duerme en la calle la mayor parte del tiempo y, de vez en cuando, en un albergue donde consigue cena y techo, recursos forzosos especialmente durante el invierno en el que las bajas temperaturas no entienden de clemencia ni nada que se le parezca.
Aquella noticia televisada presentaba al espectador un perfil de persona sin techo muy diferente al que se nos viene ofreciendo hasta ahora. Una persona joven, con el relativo buen aspecto y aseo que tales circunstancias permiten, y una claridad de expresión e ideas poco habituales en el entorno de la indigencia. Fluida era su manera de expresarse y absolutamente correcto su vocabulario. Pero aún más cristalina me resultó su percepción de la vida, de la realidad del momento, de su situación personal. En ningún caso presentaba a los factores como obstáculos insalvables, más bien los consideraba acicate de su meta personal: terminar los estudios y conseguir un trabajo, una remuneración por escasa que fuera.
Decía que no descartaba marcharse fuera, algo para lo que debía preparar el idioma. A pesar de todo, del mendigo que comía frente a él, del bocadillo que atacaba con toda la energía y convicción del que desconoce el momento en que volverá a echarse algo al estómago, de la austeridad del albergue y su escala de grises, nuestro joven le contaba a la cámara como veía su horizonte de futuro. Y lo contaba sin perder la sonrisa.
Juventud divino tesoro, juventud que todo lo puede… Juventud que parecía intocable, pero que ha dejado de serlo. Junto con otras muchas cosas… Cosas que han dejado de estar en la barrera de lo cotidiano y seguro para situarse al borde del precipicio, que esperan una ráfaga de viento fresco para saber si terminarán por despeñarse o tendrán suerte y la fuerza les empujará hacia el otro lado.
Asusta pensar que imágenes como las de aquél chico empiecen a resultar familiares y dejen de sorprendernos. Que dejen de abrir debates y de hacernos reflexionar sobre qué demonios está ocurriendo o en qué piensan los que mueven los hilos del sistema cuando ven los telediarios. Poner sobre la mesa qué es lo que está fallando para que los planos de lo social se estén desmoronando. Asusta mucho imaginarse que la negación del derecho a la vivienda y a la educación se convierta en una estampa fácilmente encontrada.
Yo prefiero creer en la fuerza del protagonista de la noticia. Estoy segura de que saldrá de esta, porque no es un cliché aquello de que la ilusión, la perseverancia y las ganas de creer en uno mismo y de hacer cosas constituyen un motor de extraordinaria potencia.
Lo que aquél informativo nos mostraba hace unos días no era sino la figura de un emprendedor lidiando con una situación límite y los inconvenientes más básicos antes de ver levantada su empresa personal. O tal vez no se le parezca en nada. Pero será muy probablemente el modo en que tengamos que enfocarlo para que aquellos en cuya mano están muchas de las soluciones presten un poco de atención.