No sé si es hartazgo, esterilidad o simplemente ausencia. El asunto me produce cierta inquietud; pues, en corto periodo, esa nota característica de escribir sobre política queda relegada a segundo plano. Tal vez, de forma instintiva, llegue a la conclusión de que (pese a los síntomas graves) nuestros políticos sigan disputándose lentejuelas mientras desatienden al ciudadano. Luego se sorprenden por tanta desafección y abstinencia. Ignoro si yo también devuelvo el mismo desaire, aunque -si así lo hiciera- desconozco la causa exacta. Puede deberse a mi estancia en Almuñécar, alejado de telediarios, prensa y con Cronos congestionado. Inmerso en este escenario, borracho de placidez y apatía, sin tiempo para un intelecto raptado por sentimientos excelsos, surge poderoso el lirismo que ahoga cualquier tentación materialista, prosaica. Sí, con esta son dos veces en que me inclino por huir del mundanal ruido, al decir de Fray Luís de León.
Disfruto, digo, unos días en Almuñécar a la vela de Zaida, simpática, dulce, dispuesta y entrañable recepcionista del hotel donde nos alojamos. Ahora, más allá del verano cosmopolita, soberbio, pleno, el turismo lo representamos gente jubilada, variopinta, multiautonómica. El paseo marítimo, desde Cotobro a Velilla, se entrega solícito, sugestivo, a individuos inactivos, gastados por la vida, pero que aún tienen fuerzas (quizás de flaqueza) para gozar libres de cualquier servidumbre si exceptuamos sus barreras corporales. Se respira paz, cordialidad, bonhomía. Un acuerdo tácito de inquina a los problemas impregna cualquier rincón de este fastuoso enclave tomado hoy por vanguardias de la tercera edad. No hay heridos ni prisioneros. Sin embargo, no representamos lo añejo de este pueblo mil milenario. Quedan restos anteriores -no a nosotros, pobres- a muchas generaciones que, con toda seguridad, se desvivieron para hacer bella la zona.
España, toda, queda representada en esta tierra andaluza y mora. Tesón, sacrificio, esperanza, junto a otras palpitaciones, mueven al español. Las crisis despiertan valores, virtudes o vicios, dormidos; luchar por la vida se convierte en necesidad, deja de ser un eslogan tópico a fuer de estéril. No caben excentricidades ni exquisiteces semánticas, el momento lo excluye. Puede parecer un alegato huero, injustificado, pero los contrastes vividos aquí me llevan de golpe a una identificación plena con el estado y devenir actual de España. Quisiera evitar cualquier remoquete que pusiera a prueba, mejor dudara, lo riguroso del análisis, sobre todo de su culminación. Admito el error proveniente de un enfoque subjetivo, subyugado quizás por las rarezas admirables que atesoran estos lugares. Garantizo fidelidad plena entre mis sensaciones y palabras.
Centrándome en la costa, distingo dos planos bien diferenciados: Almuñécar y Málaga. Aquella, ya descrita, salva el derrumbe hotelero con una tercera edad que ocupa durante la época baja, fuera del verano, los hoteles a precios insólitos. Constituye un proverbial sostén turístico compensando el retraimiento invernal. Málaga, abarrotada de turismo internacional, dinámico, efectivo, tiene en él un sólido motor económico. Observé mucho chino y japonés que contrastaba con el europeo imperceptible, salvo por ese requisito gregario de todo grupo. Me pregunté si habrían descubierto España o era al revés. Llevaban la respuesta adscrita a la naturalidad con que recorrían calles y callejuelas. Constituían conjuntos informados, no muchedumbre desorientada. Aprecié contrastes tan injustos como la vida misma. Cerca de la catedral estaba aparcado un Mercedes S 500 del cuerpo consular y próximo a él un taxi bici, biplaza, que pedaleaba un alemán, como después supe, al estilo indochino. Costaba treinta y cinco euros noventa minutos de recorrido. Constatamos que varias parejas utilizaron este transporte atípico, limpio y relajante. Pudiéramos considerarlo todo un emprendedor. Me resultó curioso el reclamo callejero, casi libidinoso, en bares, tascas y freidurías concentradas a lo largo de las calles adyacentes a la famosa Larios.
Sensacional, casi mágico, fue el viaje que Paco, conductor, y Ángel, guía hecho crónica, nos proporcionaron por La Alpujarra. Una carretera, escalera de Jacob, nos llevó al cielo de Trevélez, a casi mil quinientos metros del remanso playero. Abajo quedaban Pampaneira, Bubón y Capileira colgadas de la misma vertiente a distintas alturas que superaban los mil metros. Solo manos que se confunden con el volante, junto a mentes especiales, pueden serpentear la ruta empinada, imposible. Daba pánico ver por donde deberíamos subir, sin quitamiedos físicos ni espirituales. Chimeneas y suelos se yerguen de forma inverosímil en líneas que dibuja un paisaje vertical, rompe cuellos. Sueño imbricado en pesadilla, envuelto en jarapas multicolores, artesanales como su entorno físico. A la vista ni magos ni psiquiatras, únicamente pared salpicada de nidos color blanco cal, nubes y, más arriba, cielo.
Estas tierras, sin duda, reflejan la España actual. Playas cuidadas, poblaciones plácidas, vida relajada, halagÁ¼eña, cómoda. Las restricciones van por barrios, unos con mayores apreturas, otros mejor pertrechados aunque sin grandes alharacas ni dispendios. La costa vive, se acompasa, a las modernas vicisitudes provenientes de modas y adelantos técnicos. La Alpujarra luce antaña, medieval, sometida a una agricultura de subsistencia, a un turismo ágil, alpinista, paisajístico. Proporciona poco. Compensa el espíritu ascético del alpujarreño. Prefiere paz a pan; su indigencia material queda satisfecha con creces por esa idiosincrasia construida con tiempo, sacrificios y valor. Igual que esta España seccionada por una crisis aguda, reciente e intempestiva.
Manuel Olmeda Carrasco.