Durante estos últimos meses he estado desarrollando actividades laborales muy diferentes a las que estaba acostumbrado, por lo que mi tarea literaria y colaboraciones en este medio se han resentido y visto muy mermadas.
Ni de lejos pensaba que podría realizar trabajos distintos a aquellos a los que estaba acostumbrado.
He tenido que reinventarme, vocablo que algunos aplican a estos tiempos convulsos que definen como crisis y que (según ellos) no es sino oportunidad para cambiar hábitos y tendencias, adquiriendo nuevas habilidades y explorando nuevos espacios. La verdad es que no les falta razón, debido a que la selva en la que nos hemos sumido (o nos han sumido) es más tenebrosa que la de Conrad y peligros ocultos acechan por doquier. Sin embargo esto de la crisis no deja de ser una percepción, aunque sólo para algunos, claro.
Dicen nuestros interesados gobernantes que hemos tocado fondo y que, a la vista de las cifras del desempleo, del repunte de la bolsa española, de las miradas golosas de los inversores hacia nosotros como un país de oportunidades, esto está remontando y un nuevo amanecer es posible. Pero recordemos que una flor no hace primavera y que esos inversores pueden ser también especuladores potentes disfrazados de tales.
Soy de los que piensa que esta manida crisis no es sino un plan perfectamente diseñado por alguien que es quien realmente dirige el mundo mientras que nosotros, pobres ignorantes, creemos que lo hacen esos a quienes estamos hartos de ver cómo nos roban y engañan con su palabrería hueca e interesada y que no son sino peleles muy bien pagados de un orden mucho mayor. Porque son ellos los encargados de contener a la chusma y de arrebatarles hasta la dignidad (muchos trabajan ya por casi nada), para alimentar a ese ente poderoso que se halla por encima de todos nosotros haciendo que toda realidad económica que creemos pisar no es sino un espejismo. (Recomiendo ver la película española “El concursante” dirigida por Rodrigo Cortés y estrenada el 16 de marzo del 2007)
Y es que en todas las épocas de la humanidad siempre ha habido alguien que ha sabido obtener rédito de las calamidades ajenas. No faltan gentes abyectas que, ajenas al sufrimiento ajeno, miden únicamente sus beneficios por la cantidad de ceros que contienen las cifras que manejan. Como El Avaro, que si pensaba ganar cinco y solo ha ganado tres dice que ha perdido dos.
Y digo esto porque en la antigÁ¼edad las calamidades venían solas, en forma de plagas, de inundaciones, incendios o enfermedades y epidemias. Pero desde que el hombre ha aprendido a dominar a la naturaleza o la sociedad, éstas pueden aprovecharse en su favor y máxime cuando las catástrofes pueden controlarse, dosificarse y preverse con antelación para que los mejor informados (y aquellos que las provocan) puedan tomar posiciones tanto para entrar como para salir de ellas airosos.
Hasta finales de siglo XX se desataban guerras en donde fuese para que la industria armamentística colocara sus productos. Después de haber arrasado un país y sus ideales, aquel debía de ser reconstruido, claro, y las grandes corporaciones se repartían el pastel de su levantamiento y la explotación de sus recursos, los vencedores colocaban a sus gobernantes y mientras, la banca se frotaba las manos al financiar las operaciones. Y todos contentos. El único “problema” era que se generaban bajas, pero eran admitidas como daños colaterales sin ser contempladas más allá de las cifras que representaban.
Pero hoy las cosas funcionan de otra forma, o casi. No soy el único que cree que esta crisis que estamos viviendo estaba programada ya desde hace tiempo y que saldremos de ella cuando alguien quiera. A día de hoy se han desarrollado metodologías de alcance global. Ya no existen bajas a la antigua usanza en los países occidentales –salvo los suicidios por desahucio o los fallecimientos en listas de espera en la sanidad pública que contabilizar, pero sí muchas personas sin esperanza a quienes se les ha arrebatado todo. Y es que todo estaba bien calculado por alguien fuera de todo alcance que traza nuestros designios.
Un día, alguien tuvo la ocurrencia del Euro, y ese alguien sembró poco a poco a nuestro alrededor potentes ideólogos que nos hicieron creer que éramos ricos sin serlo. Muchos también pensaron que eso de pedir un crédito y vivir endeudado era un asunto baladí porque así nos lo hicieron creer. No se daban cuenta que la situación boyante de la que gozaban en aquel momento era improbable que se mantuviese durante los treinta o cuarenta años de vida del préstamo cuyas cláusulas han resultado ser abusivas y que se firmaban a ojos cerrados en cualquier papel que se nos ponía delante. Los grandes constructores se forraron, y los políticos daban cobijo a los banqueros que no dejaban de conceder hipotecas para que todo se mantuviese arriba y las grandes empresas construyeran y dotaran de servicios y energía a las nuevas edificaciones. El cálculo era sencillo: si el hipotecado consigue devolver el crédito de una tasación inflada artificialmente con sus correspondientes interés en los términos del contrato, todos contentos; si no lo devuelve se le desahuciará la propiedad ya muy devaluada pero manteniendo la deuda tan inflada como el día de su firma; y si todo se cae, siempre estará Europa que nos dará la pasta que necesitemos para “salvar a los bancos” y que el pobre ciudadano pagará quiera o no. Y no contentos con este ataque masivo a la población, algunas entidades, con ayuda institucional (de sus amigos), crean un “producto financiero de ahorro” en el que sin caes dentro ya no puedes salir.
De este modo la banca, las grandes corporaciones y los gobernantes de turno (da igual quien sea) se reparten el pastel de las ganancias legislando a su favor, tapándose entre ellos sus chanchullos sabiendo que la pretendida justicia es lenta e ineficaz con ellos y que esos favores que se hicieron cuando gobernaban serán al fin devueltos en forma de sillón en algún consejo de administración de banco o empresa energética o de comunicaciones o de un hueco en alguna lista del partido para ocupar un escaño en el senado. Entre tanto, los gobernantes, grandes empresarios y banqueros ya son los dueños de la finca “Piel de Toro”. Se reparten derechos y se allanan el camino mutuamente para poder campar a sus anchas y hacer y deshacer lo que les venga en gana con la caja del estado que entre todos hemos llenado, repartiéndoselo en forma de ERES fraudulentos, comisiones por obras públicas de dudosa utilidad que construyen unos amigos y financian otros, sobresueldos, dietas infladas y otros emolumentos de difícil explicación y que están colocando en paraísos fiscales lejos de los ojos de todos mientras se tapan unos a otros y el pobre hipotecado que “ha vivido por encima de sus posibilidades” (según los mismos ideólogos) ignora.
Por eso, ahora, estos de arriba nos piden calma, mucha paciencia y más esfuerzo a los más de seis millones de parados, a los que todavía logran conservar su empleo –cada día más precario–, a los estudiantes de oscuro horizonte, a los jubilados de cuya pensión en declive dependen muchas familias y en general a una sociedad desencantada con esa clase política que sólo quieren serlo de ocho a dos y los días que les apetece aparecer por el congreso.