¿Estamos siendo programados?
La pregunta que da título a esta reflexión que deseo compartir con ustedes parece una pregunta atrevida. Seguramente algunos de los que leen este artículo sonreirán con autosuficiencia pensando tal vez que esa pregunta no va con ellos. Pues ¿acaso no somos dueños absolutos de nuestros actos y soberanos de nuestros pensamientos?
¿Están en lo cierto los que afirman su soberanía personal?
Si nos retrotraemos por un instante a los primeros años de nuestra niñez, caemos en la cuenta de la cantidad de normas que fueron convertida en hábitos e interiorizadas como la forma correcta de vivir tanto en nuestro entorno familiar como en la escuela o en la iglesia. Y de paso puede ser que descubramos algo importante: que esas normas que teníamos obligación de aceptar nos estaban programando la mente y de paso las emociones y conductas. Y algo más: entre las normas de casa y las normas de la escuela y las de la iglesia había contradicciones. No sabíamos que esto conduciría luego a muchos al descreimiento y al escepticismo, a la vez que aceptábamos sin discutir todas las tradiciones y fiestas en cada uno de esos ámbitos, desde la insensatez del Rocío al Toro de la Vega; desde el espectáculo político al taurino. Todo eso puede llegar a ser visto como normal, y eso demostraría el éxito de nuestros programadores.
Por tanto, no solo estábamos siendo programados desde tres polos, con diferentes visiones del mundo (la personal, la socio-cultural y la religiosa) sino que entre ellas había también muchas incompatibilidades, y en el seno de cada una mucha hipocresía y numerosas mentiras protegidas por el principio de autoridad indiscutible en cada uno de esos ámbitos representados por el padre o la madre, el maestro o maestra y el cura de la parroquia. Todas sus normas, interiorizadas con todas sus contradicciones, se proyectarían finalmente en nuestra vida social personal y en nuestra participación en las tradiciones culturales, políticas o religiosas asumidas como válidas, indiscutibles, normales… y propias de una «persona decente».
Obligados a vivir entre la contradicción y la hipocresía, entre la doble moral y el miedo a la autoridad durante los años más receptivos de nuestras vidas, estábamos siendo preparados para aceptar que el mundo debía ser así, que era inevitable aceptar una autoridad superior a la de Dios en nuestras vidas, que era inevitable estar atado a alguna familia, que era inevitable aceptar la doble moral, la dictadura del qué dirán y la dictadura de los que defensores de la idea del infierno. En definitiva, habíamos sido programados para ser sumisos, miedosos y a la vez escépticos. Y como sucede con las vacunas, se nos inoculan a diario dosis de recuerdo a través de los medios de comunicación convencionales, convertidos en oráculos de los diversos programadores del mundo: los ricos, los clérigos y los políticos.
Tan complejo y enfermizo mosaico de agentes patógenos solo puede producir mentes debilitadas, inseguras, resignadas, desinformadas y desequilibradas en general, lo que hace posible la existencia de políticos autoritarios y religiones fanáticas. Esto explicaría entre otras razones, por qué un partido ultraconservador sigue teniendo el favor de las mayorías, o por qué una persona puede inmolarse invocando al mismo Dios. Explicaría, desde luego, la normalidad con que un país entero acepta hipotecar su futuro con deudas impagables que le arruinan la vida y la de sus descendientes, mientras piensa en votar a los mismos que le condujeron a esta situación para que le den el último empujón hacia el abismo.