Cualquier diccionario descubre que Estrado, en su acepción primera, se refiere al “sitio de honor algo elevado sobre el suelo donde en un salón de actos se sitúa el conferenciante”. Otro significado, menos sugerente pero no menos asiduo, indica “sala o asiento de los tribunales donde suben los testigos y los acusados para declarar”. Púlpito, a su vez, indica “tribuna elevada que suele haber en las iglesias, desde donde se predica o realizan diferentes actos religiosos”. Ambos -con matices- conceden al orador competente, real o supuesto, un lugar encumbrado, de privilegio. Elevan su persona en una interpretación inmodesta de que la altura física trasluce incremento de solvencia, prerrogativa e incluso saldo moral. Antonio Machado, enemigo acérrimo de laureles y sutilezas, sentenciaba: “Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura”.
Los políticos, asfixiados por miserias prosaicas, se encaraman al estrado para engatusar a individuos cautivos de múltiples defectos. Estos emanan del carácter indolente que muestran y de su tolerancia al status. Aún me asombro, tras perseverar muchos años, cuando constato el desarme cultural y cívico que despliegan nuestros compatriotas. Tengo fundamentadas sospechas sobre cuál es el núcleo del problema. Eludo restarle protagonismo al propio sujeto que debe asumir su parte alícuota de responsabilidad. Hay quienes -a la ligera, o no tanto- opinan que una sociedad constituye el venero de su clase política. Discrepo por dos razones. La primera porque el gobernado carece de empuje para aquietar paroxismos y desafueros. La segunda alega que el individuo soporta copioso lastre educativo-emocional, definido previamente en un exhaustivo programa de ingeniería social.
Reitero, nuestros tiranos (sinónimo de opresores, déspotas y autócratas) utilizan con inclinación falsaria el estrado parlamentario o cualquier otro que le sugieran. Su fárrago lascivo, inmoral, tiene un auditorio irrisorio, descreído, perplejo. Como acostumbra decirse, y bajando. Dejan, tras una incoherencia irrefutable, jirones de su exiguo crédito. Además se sumergen -casi sin excepción- en opacas turbulencias dinerarias. El español, hostigado por una profunda crisis económica, advierte con airada impotencia que los políticos viven a espaldas de ella. Al sufrido contribuyente le importa poco ese secular desplante que veja su dignidad. Tampoco actitudes castas o lujuriosas. Le enfurece, más en épocas de escasez, el asalto continuo a la caja común. Demanda vanamente que el político devuelva lo distraído, pise diferente estrado y, si fuere reo de culpa, pague con la cárcel.
Se precisa la existencia de un complemento imprescindible para que el mensaje concentre resonancia e interés. Surgen -para ahuyentar tales ausencias- los santones. Su hábitat natural, operativo, es el púlpito. Configura un marco cuyo eco, debido a la gravedad del entorno y a la abulia del oyente, tiene un desenlace multiplicador. Los estrados, como los políticos, parecen excelsos pero son rastreros. Impulsan únicamente las bajas pasiones; constituyen estímulos que afectan en exclusiva a las vísceras. Los púlpitos -por el contrario- exigen percepciones inmateriales, supremas. Son fecundos cuando el auditorio se encuentra henchido de fe o los santones de turno (sus usufructuarios) expelen credibilidad. Culminan la farsa iniciada por esta caterva de aventureros sin escrúpulos que se aúpan al estrado público.
Sí; periodistas, tertulianos y charlatanes (retóricos sacros, quizás sacralizados) se izan al púlpito audiovisual para esparcir -cual caja de resonancia- dogmas y consignas procedentes de doctrinas hoy vacías. Las ideas ya no sirven; han sido trocadas por la codicia. Políticos, junto a legión de serviles muñidores, conforman una casta que, utilizando la democracia como biombo, propagan mágicos, quiméricos, objetivos mientras vertebran un negocio muy rentable. Aquellos vivificadores de humo acompañan, cual peces rémora, a estos tiburones aciagos, voraces, insatisfechos siempre, por los caminos de la falacia y el trinque. Allá ellos, su pulcritud y su conciencia.
Donde se aúnan hambre y ganas de comer (curioso giro habitual por tierras que me vieron nacer) llenan momentos en que un político deviene tertuliano. Vemos con mayor o menor frecuencia a populares -invariablemente populacheros- representantes públicos en la televisión. Por lo general, despliegan desparpajo y cinismo a raudales, sin que la sigla les exima de esta ubérrima unción. Podría enumerar infinitos ejemplos, al igual que cualquier contribuyente. Creo, no obstante, que la palma debe llevársela uno de ERC que el otro día se dejo decir, refiriéndose a sus colegas políticos: ”Estamos rodeados de chorizos”. ¿Se precisa, o no, tener un par?
Yo, escéptico, con el enorme bagaje que conseguí en años, me considero inmune al estrado, a cualquier truhan que evidencie poder. Lejos por igual de dogmas y consignas orientadores de vidas ajenas, detesto el púlpito aunque forme parte de la grey. Quiero desenmascarar a los santones, especie muy peligrosa porque, como el camaleón, se incrusta al paisaje.