De las diferentes acepciones que definen el vocablo ‘etiqueta’, interesa al epígrafe aquella cuyo significado dice: “Calificación que se aplica a una persona y suele hacer referencia a su forma de pensar o que la identifica con una determinada postura ideológica”.
Reservo si otros países practican semejante registro al prójimo. Por estos lares nuestros, llega a ser deporte nacional. Nos cabe el honor de cultivarlo con verdadera profusión y maestría. Atesoramos un desvelo -ilimitado, enfermizo- por nuestros semejantes, no siempre con actitud magnánima. Sentimos extraña querencia a consumar aquel aforismo tan acusador: “no advertir la viga en ojo propio y ver la paja en ojo ajeno”. Tal marco describe perfectamente la idiosincrasia que domina y atenaza el proceder español. Siglos de culturas que dejaron su impronta, junto a una orografía agreste, inhóspita, conformaron al espécimen actual que despliega -a lo que se ve- escasos empeños de pulirse. La muchedumbre gusta regodearse con el epíteto que se expide contra el vecino. Evita así (es creencia general) verse identificada en él. Los políticos utilizan esta marca inquisitorial -original martillo de herejes- para consagrar su “alistamiento”.
Las terapias grupales basan su eficacia revelando conductas desordenadas, vicios individuales -a veces con alcance social- ante otros individuos en parecida situación. Corroboramos, asimismo, que descargar preocupaciones y defectos a los íntimos resulta tranquilizador, sedante. Sin embargo, en ocasiones pretendemos el mismo éxito asignando a otros nuestros particulares demonios. Es humano, excusable, hacerlo como lenitivo aunque vulnere la barrera de lo digno. Peor disculpa ofrecería parecido comportamiento con el único objetivo de conseguir ventajas políticas o electorales. Algo que, cualquier sigla, realiza con asombroso desparpajo y resultado.
Todos los partidos sin excepción utilizan viejas artes -incluso ayunas de ética- para conseguir beneficios notables sobre sus rivales. Ninguno parece encontrar líneas que se deban respetar. Someten formas, conciencia y estética a un determinado fin. Guardar las maneras es un camelo para uso del común y otros remilgados. Procuran desprestigiar al adversario más que afianzar méritos personales de los que suelen escasear o carecer. El boxeo es noble, honra al rival y castiga los golpes bajos. La pelea política apesta a vileza o admite normas demasiado laxas. Son combates incruentos a pesar de la saña, y elevadas dosis de profanación, con que se materializan. Por el concierto observado tras la vorágine electoral, cabe asegurar que todo se circunscribe a una pantomima tragicómica desarrollada con una tramoya ad hoc. Constituye el golpe de efecto que proporcionan al ritual para seguir asidos a la ubérrima e inagotable teta.
Si bien es cierto el uso indiscriminado de tan indigna e inmoral empresa, tenemos que tasar las especificidades de cada ideología incluyendo matices. La izquierda parte de una ostentación moral infundada, falsa. La derecha se deja dominar por complejos cuyo origen parece encontrarse en episodios recientes con los que jamás tuvo complicidad. Diferente es que asuma el papel definido, aireado, por una izquierda codiciosa e incómoda. El PSOE, así, mata dos pájaros de un tiro. Acusa al PP de una participación inexistente -que le procura grandes réditos electorales- y arroja ciertas reservas respecto a su verdadero acomodo durante la Guerra Civil. Resulta sencillo manipular la Historia, pero los hechos, pese a quien pese, son inmutables.
Todos aprovechan y utilizan las etiquetas que injustamente se aplican al antagonista. El PP toma su base social de la CEDA por lo que hunde sus raíces en una derecha ajena al golpismo. Desde el punto de vista religioso, sus afiliados y votantes ofrecen dispares actitudes respecto al Dogma y la Moral. Sin embargo, y a su pesar, exhiben plena incapacidad para arrojar de sí esas etiquetas que la izquierda expectora más que culpa: fachas, fascistas, ultras, et. Como colofón a la estrategia falsaria, lucrativa, la izquierda aplica a fondo ese refrán popular, plástico: “Dijo la sartén al cazo, apártate que me tiznas”. Lo curioso es que el PP parece asumir esos trazos que conforman una caricatura ominosa e infundada.
La izquierda española -no la socialdemocracia europea sin nada en común- elude su origen marxista, totalitario. Durante la Segunda República, mediados los años treinta y que evocan con hartura, la sumisión a Stalin alcanzó cotas insólitas. Tanto que gobiernos socialistas y conservadores (Francia e Inglaterra) apostaron por Franco para evitar -a las puertas de la Guerra Mundial- un Estado satélite de Rusia, amiga de Alemania al concluir la década. Tras perder una guerra fratricida, le da un giro social a la Historia. Ahora resulta que hubo un único culpable, uno y trino: ejército, iglesia, derecha. ¿Acaso Gil Robles fue franquista? ¿Reconoció a Franco o se opuso? ¿ Ha de conllevar la iglesia una izquierda anticlerical y violenta? ¿Por qué se identifica izquierda con República? ¿Era de izquierdas Alcalá Zamora? ¿Por qué se (con)funden República y Democracia? Con estos argumentos llegaremos a la conclusión errónea, prevista, instigada, de que quien prefiere izquierda colabora a construir la Democracia cuando en realidad son vocablos contrapuestos. Es difícil oponer datos y hechos que demuestren lo contrario.
Al igual que “entre dicho y hecho hay mucho trecho”, entre etiqueta y realidad puede haber una inmensidad. Nuestra ocupación -quizás obligación- es intentar la certidumbre. El análisis sosegado y la crítica libre de dogmas puede ser un camino aconsejable e idóneo.