Parece complicado no seguir escuchando la música de aquellos maravillosos años en los que viajaba en sucios trenes que iban hacia el norte.
No, no es porque sea un carca, que lo soy, aunque a eso también haya quien me gane.
Reduciéndolo a la mínima expresión resulta que aquellos ritmos eran puro sentimiento plasmado sobre una partitura y, quizá por eso, en plena era de dj,s tocados por la divinidad y perreo por doquier, resulte casi imposible encontrar una campaña publicitaria en la que no se vuelva el oído hacia atrás para ponerle la banda sonora al más insospechado anuncio.
En un viejo reproductor suena una balada reivindicativa de Tam tam go que me trae a la cabeza unos tiempos en los que se comenzaron a sembrar las flores del mal y, haciendo caso omiso del oscuro destino al que estaba abocada la Princesa de Joaquín Sabina, buscábamos respuestas con las que dilucidar el dilema de si éramos realmente sexys. Lejos de haber resuelto afirmativamente la pregunta, ahora que nos ha estallado el obús de la corrupción, aquellas memorias de un mundo mejor ponen en presente los dos nombres propios que daban titulo al corte musical, Raquel y Manuel, con los que bautizar a los protagonistas de esta actualización de la vieja fábula, a la que algunos parecen querer modificar su tonalidad moral, al amparo de la luz crepuscular de una época que se extingue.
Resuelto el espinoso asunto de la paridad de sexos, debería comenzar este símil fabulado contándoles los avatares de Raquel, puesto que conviene un poco de caballerosidad por si, como en aquella canción de Mecano, fuese tocado por la varita mágica y llegase a convertirme en un “educado caballero, bello, cortes y amable compañero”. Igualmente, parece acertado situarnos en estos, todavía jóvenes, tiempos que nos han tocado en suertes y en los que comienza a ser cada vez más habitual constatar cómo la conciencia colectiva ya no recompensa adecuadamente el trabajo incesante de la hormiga pero premia, con inmoralidad e indecencia manifiestas, la despreocupación de la cigarra.
De entre todas las posibles del amplio abanico, Raquel eligió la que su vocación le sugería como carrera acertada. De la Facultad a casa, de casa a la biblioteca, de la biblioteca a clase. Y vuelta e empezar con cada nuevo amanecer. Entre trabajos a tiempo incompleto y sueldos completamente misérrimos, dispuso no distraerse con reivindicaciones políticas, no porque estuviera desposeída de ideales por los que luchar, sino porque el tiempo escaseaba en la misma medida que el dinero con el que hacer frente a los pagos de las matrículas. Superó Segundo, con algún traspié debido a las horas invertidas en estudiar lenguas que no eran la suya. Pasó Tercero, con más pena que gloria, y tuvo que sacrificar aquel agosto vacacional y de asueto, para limpiar su expediente de asignaturas pendientes. Cuarto se resistió desde el inicio, pero nada que las horas sustraídas al sueño no pudiesen solucionar. Cumplió con las expectativas depositadas en ella y finalizó, con sacrificio demostrado y el éxito esperado, la carrera. Sin embargo, y sin solución de continuidad, se lanzó, con férrea disciplina, a intentar ganar unas oposiciones. Volvía a hacerse necesario el hincar los codos y continuar con su rutina de hormiguita, acumulando conocimientos para el incierto invierno laboral que estaba por llegar. Largos temarios, cortos tiempos, inexistentes descansos. Pero, como siempre dicen los que más tienen que callar, tuvo suerte y ganó su plaza, en función de criterios objetivos basados en el mérito y la capacidad, garantizados mediante el sistema de oposición.
Manuel nunca tuvo reparos en ser capaz de asumir que el esfuerzo no era algo que él debiera aportar. Como mucho, gestionar el procurado por otros para obtener pingÁ¼es beneficios. Su capacidad de palabra, su magisterio con los eufemismos y su bien quedar con todos, a costa de todo, eran sus únicas armas. En su día, acertó tocando las teclas adecuadas en la desafinada sinfonía de las juventudes de cualquier partido político que lo quisieran aceptar. Mientras practicaba idiomas extranjeros en sus visitas a aquellos bares de pocas luces y menos ropas, procuró estrechar, interesadamente, lazos de amistad y lealtades inquebrantables hasta tejer una tupida tela de araña en la que alguien acabaría cayendo para, como al arácnido, solucionarle el problema del sustento futuro. Medrar a costa de los demás resultó mucho menos costoso que estudiar, pero tantos esfuerzos derrochados en otras lides, intentando trepar hasta la cima adecuada, le impidieron completar una carrera en la que su tradicional y acomodada familia, había depositado menos esperanzas que él horas de estudio.
Con un molesto nudo nervioso en la garganta, temerosa ante las nuevas obligaciones que tendría que asumir, Raquel se presentó en su puesto de trabajo con la puntualidad acostumbrada. Ajenos a la responsabilidad que conllevaba su cargo, muebles ajados, una mesa manoseada y una silla con la tapicería maltratada, se encargaron de darle la bienvenida en su recién estrenada etapa laboral. Con su primer sueldo, ajustado pero dentro de la decencia para quien se siente satisfecho con lo que se es y con lo que hace, celebraría una pequeña fiesta con sus familiares y amigos. Nada ostentoso, algo íntimo y sin más pretensión que pasar un agradable rato rodeada de los suyos y poder agradecerles, de viva voz, las privaciones realizadas y el apoyo que le prestaron en los momentos en los que todo parecía querer desmoronarse.
Al día siguiente, Manuel fue recibido por su mentor, el Director General, y presentado al resto de la plantilla en un lunch que consiguió paralizar la actividad cotidiana. Entre multitud canapés de diseño, sin pretenderlo, ni olvidando dejar patente los respectivos lugares en el escalafón, en función de la distancia hasta la mesa presidencial, Manuel, asesor de libre designación adjunto a la Dirección General, saludó a los que en su día fueran compañeros de Facultad, desde lejos. Lo hizo con un gesto que dejaba asomar la esfera de un enorme reloj de marca impronunciable, con la displicencia propia de un personaje sin una preparación que fuera más allá de su habilidad como encantador de serpientes, pero con unas retribuciones ajenas a méritos presentes, pretéritos y a las tablas de baremos de aquellos funcionarios que a partir de ese instante, de facto, pasarían a convertirse en sus subordinados. Saberse al margen de cualquier responsabilidad punible, hacía que su sonrisa, además de cínica, pareciese plena. No es que le preocupara, simplemente estaba convencido de su impunidad y de que, si las cosas vinieran mal dadas, siempre habría algún recoveco legal al que asirse para salir a flote, al igual que todos los de su especie, tan despojados de fortuna del alma como de riqueza de espíritu.
Gustándose por encima de todas las cosas, a punto de sacarse a sí mismo en procesión, mientras estrechaba la mano a Raquel, a pesar del murmullo de voces de fondo, dio la sensación de escucharse el victorioso y estridente canto de una cigarra.
Si no he sido capaz de hacerle ver la pérfida moraleja o quiere conocer el resto de esta o semejantes historias, no tiene más que abrir cualquier periódico, da igual que sea atrasado, por sus páginas de Nacional para comprobar que asesor no es sinónimo de mérito. En la sección de Internacional, podrá darse cuenta de que, por la frecuencia y el uso que hacen del vocablo, dimitir, efectivamente, no puede ser un nombre de pila ruso, aunque en nuestro país sea otro más de los desempleados de larga duración.