Ya alumbraban los membrillos sin que todavÃa hubieran terminado la vendimia y en el monasterio habÃa una gran actividad para asegurarse el invierno, como las hormigas. También llegaba el tiempo de la recogida de los monjes vagabundos hacia sus lugares de descanso. En muchos monasterios eran admitidos porque, al igual que las cigarras, alegraban los descansos en los dÃas más cortos que se avecinaban. Cierto que a muchos Abades no les gustaban un pelo porque, entre algunos auténticos mÃsticos chan, taoÃstas o budistas, se ocultaban no pocos frescos que preferÃan vivir sin trabajar.
Al Maestro le hacÃan mucha gracia porque eran auténticos portadores de novedades y de experiencias. Ya habÃa alcanzado una edad en la que para la convivencia en una comunidad las reglas necesarias las tomaba con mucha libertad. Como los monjes giróvagos (asà los denominaban en Occidente hasta el siglo V) conocÃan al Maestro de cuando habÃa fundado el monasterio, procuraban visitarlo y contarle las más divertidas historias, mientras disfrutaban de su hospitalidad. Reales o inventadas, ¿qué más daba? Una de éstas fue la que les contó una tarde al regresar de arreglar el estanque de las carpas doradas.
– En algunos paÃses del Cuenco de Oro, el Mulá Joha practicaba como médico y tenÃa una gran fama.
– No me pondrÃa yo en sus manos, Luz de dónde el Sol la toma, – lanzó Sergei.
– ¿Y en las mÃas, sÃ? – le preguntó con algo de guasa Ting Chang.
– ¡Hombre, lo tuyo es distinto, Noble Señor! Aunque no me curara tu ciencia siempre podrÃa decir que me habÃan atendido las manos de un prÃncipe.
– ¡Huy!, Maestro, andemos alerta porque Sergei está tramando algo, – dijo riéndose Ting Chang -.
– ¿Por qué, Nobles Señores? ¡Es que tengo mucha hambre! Estos trabajos… me matan.
– Ya llegamos, Sergei, pero piensa que de mucho comer en las cenas están las sepulturas llenas, – dijo el Maestro -.
– Pues del no cenar, ¿cómo estarán?
– Resulta que un amigo llamó al Mulá en mitad de la noche – prosiguió el Maestro para no reÃrse -. El Mulá le preguntó al mensajero que cuánta fiebre tenÃa el enfermo. Le respondió que debÃa estar a unos cincuenta grados centÃgrados. A lo que el Mulá resopló: «Entonces, no me necesita a mà sino a los bomberos«. Y se volvió a meter en la cama.