La ladera es amarilla. Está seca. Puede observarse el corte transversal, artificial, que de arriba a abajo le da forma a eso que fue, antaño, un vertedero. Ahora está enterrado bajo mantas de césped. Doy un sorbo al refresco que acabo de comprar en la gasolinera; es una tardÃa tarde de agosto, voy conduciendo. Esa ladera consigue atrapar mi pensamiento durante varios segundos, sin por ello retirar la mirada de la carretera. Trago. Como un relámpago, una chispa, una estrella fugaz o el eco de algo que no ha sido dicho, una idea golpea contra mi pensamiento anonadado: estoy viendo esa ladera, esa ladera existe allá donde mi mirada la sitúa. Como un reflejo automático, similar al puntapié tÃpico de la camilla del doctor, una proposición es excretada por mi entramado cÃclico de pensamientos. La fenomenologÃa no puede estar en lo cierto. Ni siquiera la fenomenologÃa aplicada al ámbito cientÃfico. Es más, todo intento de apaciguar conceptos filosóficos con los más recientes descubrimientos cientÃficos no es más que un error de juicio, otro más, una vez más: no puede existir una brecha entre lo interpretable y lo interpretado, no puede existir un vacÃo entre lo que puede ser dicho y se dice. Esa lÃnea divisoria no es más que una ilusión: esa ladera no es mi ladera, no es la ladera del conductor que va delante de mÃ. Esa ladera no es tan infinita como las infinitas representaciones que se puedan tener de ella, ni es más o menos extensa en función de nuestros sentidos o nuestro conocimiento. Ni siquiera es más ladera por el mero hecho de que nuestro lenguaje, el mÃo o el del conductor de enfrente, sea más o menos rico en conceptos y referentes: ella está ahÃ, al completo, y no hay absolutamente ninguna brecha entre ésta y cualquiera de nosotros.
Si existen objetos, si éstos se recubren con un concepto, ya sean tomados como fragmentos de un continuo o como partes aisladas en un discurrir discreto; ¿acaso existe más en ese objeto de lo que nuestros sentidos o nuestro lenguaje consiguen abarcar? ¿hay algo, o un conjunto de ‘algos’, que posea tal contundencia y solidez como para afirmar, apodÃcticamente, que existe algo en cualquier objeto que jamás llegaremos, como humanos, a descubrir, ya sea mediante la observación, el estudio o la generación de un lenguaje destinado a enfundar, como lo hace una superficie respecto al volumen que encierra, todo lo que ese objeto es? Ante tal pregunta, sólo se me pudo ocurrir una hipótesis, mientras esperaba, un poco impacientado, que el aire acondicionado comenzara a expulsar el ansiado frescor que esa tarde de agosto requerÃa. La hipótesis es la siguiente: si ciertamente existe algo más escondido en los objetos, ajeno a nuestra percepción y capacidad de generar conceptos, y por ende, a nuestro lenguaje, ¿tenemos, acaso, la certeza absoluta de que eso realmente está ahÃ? Esta pregunta me llevó directamente a una bifurcación: si realmente existe ese algo más que está ahÃ, esperando a ser descubierto o condenado al eterno refugio, es porque alguien, ya sea un investigador, un grupo de los mismos o algún ser humano ha conseguido demostrar que eso está ahÃ, pues si no lo hubiere demostrado, ¿cómo iba a saber que hay algo que se le esconde? Sin embargo, esto es contradictorio: ¿cómo puede afirmarse que hay algo que no está, si no se tiene constancia de que está? ¿por suposición? ¿por inducción? ¿por razonamientos, ya sean matemáticos, lógicos o metafÃsicos? Eso lleva a convertir la bifurcación en dos caminos que convergen en sà mismos, ya desde el principio, y ahora en el fin: si realmente hay algo ahÃ, es porque hay certeza absoluta de que asà es; si hay certeza absoluta, no hay ninguna brecha entre el fenómeno/cosa o la palabra/cosa. Si lo que no está ahà es sólo un razonamiento o una suposición, por muy argumentada que esté, ya sea por inducción, probabilidad o recurrencia, esa falta de estar ahà forma parte del mismo pensamiento fenomenológico y lingüÃstico que tratan de establecer una brecha; es decir: la afirmación empÃrica da fe de que tanto el fenómeno/palabra respecto al objeto (cosa en sÃ) son ambas la misma cosa, y si se infiere la posibilidad de que esto no sea asÃ, el conjunto de inferencias u omisiones probables forma parte, por esa misma regla, de lo que el fenómeno/palabra respecto al objeto (cosa en sÃ) puede inferir. Es decir, todo aquello que está, está: no hay brecha ni desajuste; y todo aquello que no está, o no está por suposición, por lo que forma parte del mismo objeto en tanto que lo adherimos a él, o no está porque, con certeza, no está: nuevamente, no hay brecha ni desajuste.
Conforme iba dejando a mi espalda esa amarillenta ladera, una necesaria cuestión interrumpió mis reflexiones. ¿Qué habÃa quedado, pues, de la pérdida de información? ¿no habÃa, acaso, una omisión de información entre los conceptos -materializados en fenómenos o palabras- y aquello a lo que referÃan? ¿cómo podÃa ahora, llegado a la conclusión anterior, contradecirme a mà mismo y derribar, asà de un soplo, todo aquello que habÃa estado construyendo minutos atrás? Algo no cuadraba. HabÃa llegado a la firme conclusión de que no puede existir una brecha real entre el concepto y a lo que refiere [de aquà en adelante, usaré ‘concepto’ para referir tanto al fenómeno como a la palabra, pues la simple percepción, desnuda y aislada, no es un elemento de nuestra inteligibilidad], pero por otro lado, en otra de mis reflexiones, hube llegado a la firme convicción de que existe una notable pérdida de información entre el concepto sobre algo y ese algo. En ese preciso instante, lo primero que pensé, siendo sincero con el lector, es aquello de ‘vaya mierda‘. Pero, conforme trataba de digerir dicha mierda, un relámpago final, acompañado de un estrepitoso y terrible trueno, avasalló ese lapso que durante unos instantes cambió la expresión de mi cara: historicidad. De repente, todo estaba claro, iluminado, abierto al océano de razonamientos. Supuesto: dos individuos, A y B, son sometidos a un experimento que se fundamenta en que ambos verán un fragmento de pelÃcula y, ambos por separado, una vez concluido el fragmento, deberán escribir en un papel lo que han presenciado. A cada una de estas interpretaciones, por no hacer las cosas demasiado complicadas, las llamaremos ‘1’ y ‘2’; al comparar ambas, pueden darse dos tipos de posibilidades: que ‘1’ y ‘2’ sean más o menos iguales en cuanto al uso estricto del lenguaje, y que ‘1’ y ‘2’ guarden más o menos correlación con el fragmento de pelÃcula: detalles que se escapan, detalles que se inventan. Ahora, tanto ‘1’ como ‘2’ son expuestos a un grupo de, por ejemplo, cinco individuos; C, D, E, F y G serán éstos. A ellos se les pedirá que traten de resumir lo acontecido en ‘1’ y ‘2’ para sintetizar su contenido; obtendrÃamos diez resúmenes: 1C, 1D, 1E, 1F, 1G, 2C, 2D, 2E, 2F, 2G. De nuevo, se nos presentan las dos posibilidades anteriores: semejanzas entre los resúmenes, correspondencia de éstos con los textos originales. Si ahora se tomasen todos estos resúmenes de interpretaciones, se les diesen a otro tercer grupo de voluntarios y se les pidiese que, en base a los diez textos, reconstruyesen una supuesta escena inicial: ¿qué pasarÃa? ¿conseguirÃan, entre todos, construir fielmente el fragmento de pelÃcula que se les puso a A y a B? ¿habrÃa detalles que faltarÃan, respecto a ese fragmento? ¿habrÃa detalles que sobrarÃan? ¿serÃa esa nueva construcción, acaso, en algo parecida -o no- a la escena inicial?
Aquà es donde se da la pérdida de información. No hace falta mucho abuso del intelecto para convenir que, de algún modo, la escena inicial va a diferir, de tanto en tanto, de la reconstrucción final. Sin embargo: esa escena, fragmento de pelÃcula, ¿se va a ver alterada en sà por la interpretación que se haga de ella? ¿los supuestos detalles añadidos no entran, con evidencia, dentro del rango de posibilidades que el mismo pensamiento puede sustraer de la escena? ¿los supuestos detalles omitidos, del mismo modo, no entran, con evidencia, dentro del rango de posibilidades que el mismo pensamiento puede añadir a la escena? ¿no nos encontramos, de frente -además- con el mismo caso de la ladera amarillenta que dejé a mis espaldas aquella tarde? ¿no son acaso, todos estos detalles añadidos u omitidos, respecto al concepto partes posibles que, si no están y se añaden, es por la misma posibilidad de poder ser sustraÃdos y, si están y se sustraen, es por la misma posibilidad de ser añadidos? Si el fragmento de pelÃcula difiere de su reconstrucción final: ¿modifica acaso este hecho que dicho fragmento fuese tal y como fue? ¿qué es lo que provoca esa pérdida de información que hace tambalear nuestra visión de los objetos y establece brechas y fallas entre los objetos y su conceptualización? ¿es un error de percepción? ¿un error de juicio? ¿acaso no podemos acceder a una realidad sin que la fenomenologÃa o el lenguaje nos omitan ciertos detalles, negando asà el acceso a los objetos y todo lo que de ellos se desprende?
Si hubiese un listo de turno, podrÃa argumentar que, tal y como dicta la segunda ley de la Termodinámica, todo sistema tiende a una mayor entropÃa, es decir, a un mayor desorden (esto dicho en palabras muy vulgares), y que este vector es irreversible, es decir, que es imposible reconstruir un estado previo con un determinado nivel de entropÃa a partir del estado inmediatamente posterior, de mayor entropÃa. Pero aquà lanzarÃa mi dura crÃtica a aquellos cientÃficos que tratan de encajar conceptos filosóficos como el libre albedrÃo, las teorÃas creacionistas o la misma fenomenologÃa, incluso el idealismo, entre los huecos de las ecuaciones matemáticas aplicadas a la FÃsica y las sorprendentes consecuencias de la mecánica cuántica: esa tarea no es de la Ciencia, sino de la MetafÃsica. O, ¿acaso sigue ésta viva incluso en pleno siglo XXI, entre los muros de los laboratorios? A falta de ese listo, responderé a esta cuestión filosófica que ya comienza masticando Platón y sigue digiriendo Heidegger, pasando por todos aquellos pensadores y filósofos idealistas que trabajaron las mismas cuestiones desde la misma óptica -que se me llame ‘arrogante’, no reviste la mayor importancia: los conceptos, toda aquella realidad extraÃda de un continuo o de un conjunto infinitamente discreto, a través de la percepción, y moldeada por nuestro lenguaje, herramienta de nuestro intelecto, son en sà mismos un relato histórico de lo que ellos mismos representan. Cuando se aprehende una cierta porción de la realidad, se la encierra en un concepto y se le da forma, mas de esta forma se fabrica una representación mediante cualquiera de las formas en las que nuestro lenguaje puede manifestarse, que se expone, que se da al exterior, con ello no se está haciendo, ni más ni menos, que lo mismo que hacÃan A y B al ver el fragmento de la pelÃcula: narrar una historia del objeto, pues en el proceso de transformarlo a concepto, mediante el lenguaje, se está escribiendo la interpretación de aquello que es. Y de esa interpretación, cada individuo construye su propio concepto, nuevamente; y asà sucesivamente, con la correspondiente pérdida de información. Pero: tal y como convine en el ejemplo anterior, ¿es acaso esa pérdida de información un signo inequÃvoco de que nuestra interpretación -fenomenologÃa- o nuestro lenguaje no son suficientes para recubrir el concepto por completo, o lo que es lo mismo, desvirtuar por ellos lo que la realidad es en sà misma? La respuesta me resultó obvia: no. No existe una brecha entre la realidad y lo que el individuo toma de ella, pues en la misma posibilidad de adhesión/omisión de información, se pierda ésta de forma negativa o positiva, se encierra la realidad: lo que en este caso falla no es una supuesta limitación de nuestro lenguaje, una supuesta limitación en nuestra percepción ni una supuesta lacra en nuestra capacidad de generar conceptos, pues la realidad está ahÃ, accedemos a ella de forma constante sin ningún tipo de efecto refractante que fabrique espejismos, fenómenos o palabras que disten de la realidad existente; el único efecto refractante no subsiste a la base de la fenomenologÃa ni del lenguaje, sino que subsiste de la naturaleza histórica o autonarrativa que todo concepto encierra en sà mismo, una vez que se torna aquél. La historicidad respecto al propio concepto es el error: no existe brecha ni vacÃo.
Terminé de digerir mi idea. De seguida me asaltaron cientos de dudas: ‘¿estaba, nuevamente, yéndome por las ramas y sacando conclusiones en base a una retórica elaborada y falta de documentación?’. Y lo que fue peor, si todavÃa cabÃa algo peor: ‘¿cómo interfiere esta deducción en mi primera teorÃa, la cual se dibuja sólida a ratos, enclenque a otros de ellos?’. Sólo caben tres posibilidades: o ambas teorÃas son erróneas, o una de ellas lo es, o una va a venir a hacer fuerte a la otra, en un enlace simbiótico y sinérgico, generando una visión aún más renovada de la FilosofÃa en nuestro siglo, esa que declara que  la MetafÃsica ha muerto, que filosofar está fuera de lugar, que la tarea del filósofo es apaciguar, casi en un esfuerzo exhaustivo constante, más allá de cualquier tarea epistemológica habida y por haber, la visión humana del mundo con ese supuesto mundo en  el que, aparentemente, nuestra conciencia no puede compartir asiento con el conocimiento cientÃfico y sus conclusiones.
Trago amargo.