Decía Goethe:”Allí donde hay mucha luz, la sombra es más negra”. Este aforismo parece referirse al devenir y comportamiento de un partido que despertó extraordinarias expectativas, vacías durante dos nefastas legislaturas. El PP, sin esfuerzo, supo alentar los sentidos prosaicos del elector. Declaraciones, silencios y gestos adobados con futuras realidades virtuales, le permitieron obtener una increíble mayoría absoluta. Eran los tiempos de luz cegadora, de regocijo sin sustancia, quizás de quimera. Pronto, tras ávidas jornadas, la sombra del desencanto empezó a ganar terreno. Traslucía tonos oscuros, inquietantes. Sólo conspicuos seguidores (tontos de los cojones, en célebre y exquisito verbo del munícipe) siguieron adorando al gigante de barro.
Algunos empezamos a comprender que Rajoy era un clon de Zapatero acicalado con terno vistoso para la ocasión.
La metafísica aprecia el bien como realidad perfecta o suprema. Es evidente que, desde este punto de vista, estamos anegados por el mal. Nadie en su sano juicio puede afirmar que vivimos la perfección. Somos, debido a ello, esclavos de una maldad que contraviene -ignoro si deliberadamente- todos los códigos de conducta moral. Nuestra sociedad posee razones empíricas y argumentos fiables para apreciar el grado de incuria que afecta al ejecutivo. En síntesis, y lejos de un relato tedioso, el gobierno ha ido colocando parches sin atreverse a explorar el problema. Ineptitudes, temores, o ambos en inoperante conjunción, impidieron dar pasos firmes más allá de los proyectos. Es un gobierno siempre en estudio; le cuesta desarrollar la práctica y suspende. Promueve un círculo vicioso. Parafraseando al marqués de Sade, no hay mayor tortura para el contribuyente que la estupidez y la maldad de sus gobernantes.
Ferdinand Galiani recomendaba: “No temáis a los malvados. Tarde o temprano acaban por desenmascararse”. Hemos tardado poco en darnos cuenta del verdadero material que disfraza a quienes regentan el Estado. Al igual que esa imagen del astronauta unido a la cápsula por un tubo (particular cordón umbilical), los españoles colgamos en el espacio político indefensos, sujetos a una inmisericorde Ley de Murphy. No hay escapatoria ni indulgencia. Nuestro destino lo rige tal caterva de pretenciosos palabreros -ineptos, trincones e inmoderados- que se impone tomar medidas severas.
Resulta rara tanta mediocridad; pero los hechos, asimismo las consecuencias, ratifican todos los extremos. Como casi siempre, se llevan la palma aquellos ministerios que delimitan nuestra ubicación. Interior y Exteriores sobrepasan cualquier media; son líderes destacados. Uno, dentro, se mueve en laberíntico itinerario dando pasos que le encaminan a ninguna parte. Excarcelar presos de ETA y un liberticida Proyecto de Seguridad Ciudadana, encarnan sus dos logros más “meritorios”. El otro, fuera, en loable avenencia, diseña rutas cabalistas, espectrales, relegadas para el común.
Personalmente, mis preferencias, mis encomios y mi gratitud -sin duda alguna- tienen patrono: el ministro de Hacienda. Bajo una capa de prepotente chulería y desahogo, encontramos un personaje circunspecto, sesudo, eficaz. Cauto, diversifica tiempos y pautas con mano de cirujano. Al compás, corta (recorta) asemejando estilo y decisión más a cuchillo de cocinero que a tijeras de sastre. Peca mortalmente quien juzgue su sinvivir de oneroso, mezquino o provocativo. Cuando solventes peritos averigÁ¼en el déficit real -diferente del estadístico, precocinado- advertiremos su esfuerzo para que supere sólo dos o tres puntos al seis y medio previsto por la UE. Muy pocos seremos conscientes de su titánica brega por nivelar oferta y demanda agregadas. Nadie le tolerará la mínima desviación del Presupuesto. ¡Qué injusto se muestra el individuo cuando tocan su bolsillo! Creo, no obstante, que al ministro le crea una imagen árida, le confunde, el reproche tendencioso de su gestión económica. Olvidamos que la praxis le viene impuesta por un presidente lego, por una herencia terrible y por la troika maldita que compone música fúnebre para acompañar los despojos de un pueblo malvendido. Toda empresa virtuosa suele presentar algún poro que enturbia una trayectoria limpia, inmaculada. La idea punitiva de gravar un veinte por ciento todo premio superior a dos mil quinientos euros, supone el borrón insólito que empaña su selecto currículo. Desconozco qué vahído le impulsó a cometer disfunción tan paradójica. El Libro de Isaías, en su capítulo cincuenta y cinco, expresa que los caminos del Señor son insondables. Mi caso constata las palabras de Isaías. Antes de que el señor Montoro tuviera la inoportuna ocurrencia, yo era un jugador golpeado por los hados. Desde ese momento, al inicio de dos mil trece, la fortuna me acompaña todas las semanas. Bonoloto, primitiva, euromillón, lotería de Navidad, Niño, etc., no finalizan de tentar mi suerte. Eso sí, siempre el reintegro. Encima, como nunca llego a cobrar dos mil quinientos euros, permanezco en paz con el fisco. Menudo chollo. Gracias, gracias mil, señor Montoro. En primer lugar -completando lo dicho- por abrir mi mente a esa máxima de Terencio: “Cuando se puede evitar un mal, es necedad hacerlo”. A continuación, por demostrarme con pruebas la falsedad del Teorema de Ginsgberg que se levanta sobre tres asertos: No puedes ganar; no puedes desempatar; tampoco puedes abandonar el juego.