Es un lugar común: crisis económicas y prejuicios discriminativos van siempre de la mano como gemelos. En estos días el blanco de la Policía nacional española del Partido Popular son los inmigrantes de todo color, pelaje y procedencia. Brigadas de agentes detienen “por las calles de Alcalá”, Barcelona, Córdoba, Valencia y otras ciudades a todo hombre o mujer cuyo aspecto delata algún signo de extranjería continental.
El único documento vigente para evitar la detención es la carta de residencia otorgada por Migraciones a cuentagotas, y ni aún así, porque los portadores del milagroso salvoconducto deben responder un interrogatorio inquisitorial explicando por qué permanecen en territorio español, dónde trabajan, cuánto ganan, dónde viven, cuántos son en la familia y hasta el nombre del perro. Cientos de inmigrantes son detenidos, muchos de ellos son deportados compulsivamente a sus países de origen.
Esta es la ‘devolución’ que la vieja Europa, seguramente por amnesia, nos otorga olvidando que tras las hambrunas provocadas por las guerras que ellos mismos se procuraron, América los recibió con los brazos abiertos sin pedirles cartas de migraciones ni averiguar la genealogía y heráldica de sus linajes. Tampoco podemos mantener la ilusión de creer que el gobierno recalcitrante del Partido Popular tendría algún reflejo social para comprender que si la gente migra lo hace empujada por necesidades y no por afán de hacer tours o molestar a los españoles residentes.
En estos momentos difíciles, con un panorama económico desolador, España resucita las viejas prácticas de persecución y exclusión social ya iniciadas en la Edad Media por sus graciosísimas majestades católicas. ¿Quiénes migran? Los habitantes de sus antiguas colonias a quienes llevaron sí la cultura, sí la tecnología, sí el lenguaje pero también el atraso de políticas de Estado nefastas que convirtieron en páramos desolados estos parajes donde hoy por hoy gobiernan más los caudillos que las leyes y las ideas. Igual que en la España medieval. O, dicho en otros términos: cosechan lo que sembraron.
En Grecia, mojado sobre llovido, nació una esperanza en el joven líder Alexis Tsipras del nuevo partido Syriza que disputará las elecciones a los dos tradicionales partidos griegos que vienen alternando en el poder desde hace 60 años y llevaron a Grecia al estado actual de las cosas: en el abismo del default tan temido. Tsipras es ingeniero civil, tiene 37 años, es carismático, heterodoxo y calibra un discurso alternativo al empantanamiento financiero de Grecia casi amortajada por los famosos “ajustes” de la sagrada trinidad europea: FMI, Banco Europeo y Unión Europea que impone cada vez más y más recortes presupuestarios en educación y salud, controles económicos y fiscales de un rigor espartano. Tsipras dice que espera llevar a Grecia a una salida menos catastrófica. ¿Cómo lo haría? Primero, anulando el famoso memorándum firmado hace dos años en Bruselas y por el cual la Unión Europea se comprometía a “salvar” a Grecia siempre que se siguieran las recetitas que todos conocemos. A dos años del acuerdo, reclama Tsipras, la salvación está cada vez más cerca del cielo y lejos de la tierra del Peloponeso. Por eso, Tsipras empezaría recortando presupuestos militares (la hipótesis de conflicto hoy es casi un lujo), renegociaría la deuda con los acreedores solicitando tres años de gracia (“es siempre mejor negociar con un enfermo que con un cadáver”, dice en sus discursos), control público de los bancos que son responsables en gran parte del desastre actual, estimular la demanda como lo hizo Argentina (¡al fin somos ejemplo para alguien!) y aceitar la economía de producción y el trabajo. Para alivio de mercaderes, sostiene además que hará lo imposible por mantener a Grecia dentro del euro, porque de otro modo (de volver al dracma) se convertiría a los vecinos de aliados económicos en competidores y eso, para una sociedad que está intentando resurgir de la quemazón, no sería lo más beneficioso.
Siempre es interesante observar todos estos complejos procesos políticos y económicos que brotan, estallan y luego se calman dentro de la Unión Europea. A fin de cuentas, es el espejo en el que se mira la UNASUR y el MERCOSUR.