Los grandes guerreros morían en su fe. Con la espada en la mano, muertos por el contrincante o muertos por su mano.
Y no estamos para juzgar si fue o no fue asesino, genocida o inocente.
Foto: Surizar
No discutimos su gallardía o valentía. No. Es evidente su abatido semblante -solo le faltó comerse las uñas-. Se le ve como un hombre postrado, abatido, deshecho. Tomado de la mano de su familia –y esa será la foto que conocerán sus descendientes-.
Ese sube y baja, esa doble condición, se debió considerar para el fin de su vida. De una religión a otra, de un discurso guerrero a un pobre anciano a punto de llorar. Es patético
Le dieron el poder, y de estar dando clases de religión lo trajeron para darle la Jefatura de Estado. Y de sumiso, se transformó en un pequeño dictador.
Como buen seguidor religioso ahora está como mansa oveja.
Aquellas arengas de soldado valiente fueron para el teatro de la vida. Después tiene la honra de haber cohabitado con uno de los gobiernos más corruptos de la historia. Aún en ese sistema de justicia guatemalteco, tan permisivo, no hubo forma de esconder tanto robo y corrupción.
Y tuvo la oportunidad de terminar con un epitafio honorable: tomar un arma y dejar escrito su nombre en la historia. Era el momento que la historia deja para escribir una línea, cuasi heroica, de cada hombre; pero prefirió esa foto de hombre huraño, flanqueado por abogados y jueces.
Y la sonrisa anterior de reto, volcánica y atrevida, hoy parece la sonrisita de un tipo que tuvo de miedo de morir como guerrero. Hidalgo y honorable.
Qué poca distancia hay entre un momento y otro, y eso lo marca una decisión de valiente y una bala que deja su firma en la historia.
Lo dijo un día el mismo General: Había crisis de valores. Pero él, culpable o inocente, no tuvo ni valores ni valor…
