Más que una aplicación voluntarista de algunos jueces, hay que reforzar la Corte Penal Internacional para buscar una justicia universal que persiga crímenes contra la humanidad.
El Congreso de Estados Unidos ha obstaculizado los fondos necesarios para que Barack Obama pueda cumplir una de sus promesas más esperanzadoras: el cierre de Guantánamo. Antes, el presidente norteamericano había dejado abierta la posibilidad de investigar casos de tortura en Guantánamo, en Irak y en Afganistán que salpican no sólo a unos cuantos soldados, sino a la cúpula militar y a altos cargos del Gobierno de Bush.
Los derechos humanos vuelven a chocar de frente con una realidad compleja, lo que sucedía desde la firma de la Carta de Naciones Unidas, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las sucesivas convenciones internacionales para protegerlos.
Esta misma complejidad permite que las fuerzas de la OTAN, desplegadas en aguas somalíes, remitir a los tribunales de Kenia a los ‘piratas’ capturados. O a un juez español abrir una investigación contra soldados israelíes por posibles crímenes de genocidio en la última ofensiva contra Gaza, lo que algunos consideran una ‘extravagancia’ jurídica. O lo que el Gobierno norteamericano considera una osadía: la pretensión de un juez español de llevar a cabo la misma investigación que se le atraganta a Obama.
Algunos ciudadanos españoles consideran un despropósito que su sistema judicial se ocupe de casos que han tenido lugar a cientos de kilómetros mientras la justicia nacional está colapsada y su falta de informatización mantienen en el congelador decenas de miles de casos pendientes. A la consigna de que ‘una justicia lenta es injusta’, se le suma el argumento de que la justicia empieza por la propia casa.
A pesar de la lógica del argumento, algunos juristas argumentan que la necesaria reforma del sistema judicial no está peleada con la vocación universalista de la protección de los derechos humanos. En muchas ocasiones, los mismos Estados violan derechos humanos fundamentales contra sus nacionales, como es el caso de China y de Rusia. En otras, perpetran genocidios como el documentado en Darfur a manos de Al Bashir, contra el que ya hay una orden de arresto. Otro caso es el de soldados norteamericanos y británicos en la cruzada contra el terrorismo.
De ahí la necesidad de relativizar las fronteras como único criterio para proteger y hacer respetar los derechos humanos. Lo que está en juego es la posible existencia de una auténtica justicia universal, con dos posturas ‘clásicas’ enfrentadas: la que sostiene la universalidad de la justicia para proteger y respetar los derechos humanos y la que defiende la competencia absoluta del Estado a la hora de juzgar crímenes cometidos por sus nacionales, aunque se hubieran perpetrado en el extranjero.
En realidad, los mecanismos del derecho internacional no menoscaban la igualdad soberana. Más bien facilitan la cooperación para que exista una justicia universal y poner a juicio el principio de inmunidad absoluta que hasta hace unas décadas regía el ordenamiento jurídico internacional.
La Corte Penal Internacional no tiene competencias ilimitadas para conocer y juzgar en lo penal por crímenes de guerra, de genocidio y de lesa humanidad. En su estatuto se especifica que sólo tiene competencia para conocer de un caso y de juzgarlo si el Estado en cuestión ya ha investigado y resuelto el caso, si ya ha sido juzgado por otro tribunal por los mismos hechos.
En general, los mecanismos del derecho internacional de los derechos humanos tienen un carácter subsidiario. Así funciona la Corte Europea de Derechos Humanos. Las personas que presentan una demanda ante el tribunal tienen que haber agotado los recursos judiciales de su país. Aunque la responsabilidad de proteger y hacer respetar los derechos humanos recae en los Estados, ya nadie cuestiona la incorporación de la sociedad civil organizada en la justiciabilidad de los derechos humanos.
Para evitar extravagancias y la aplicación desigual del derecho internacional, las grandes potencias tendrán que reconocer la importancia del fortalecimiento de una Corte Penal Internacional, hasta ahora coja por los tratados bilaterales que han firmado Estados Unidos y otras potencias con otros Estados para entorpecer el alcance de su jurisdicción. El contar con un derecho uniforme y no dobles raseros enderezará el camino que marcó la Carta Universal de los Derechos Humanos que los Estados aún reconocen como faro de la justicia universal. Aunque sólo sea en teoría.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista