La paloma de Tamerlán
Ya habían aparejado las mulas y se disponían a montar para llegar a tiempo de hacer noche en un monasterio del valle cuando Sergei se inclina ante el Maestro:
– Venerable Anciano, no entiendo cómo el santo ermitaño pudo dejar tan confundidos a sus discípulos. Les hizo una faena diciéndoles que, si tanto lo amaban, por qué no se animaba alguno a acompañarle ¡al otro mundo!
– Escucha, Sergei. Al mulá Nasrudín le encomendó el emperador Tamerlán un ministerio en su Gobierno, ya que tanta sabiduría mostraba que desconcertaba a los demás visires. Entonces, mientras Nasrudín paseaba muy ufano por los espléndidos salones del diwán, vio por primera vez en su vida un halcón real. Hechizado por la mirada de aquella especie de paloma, agarró unas buenas tijeras y le cortó las alas, las garras y el pico.
– ¡No es posible que hiciera eso!
– El Mulá dio la razón muy satisfecho “Ajajá, así ya estás como es debido. Qué malos cuidadores has tenido hasta ahora. ¡Menos mal que el emperador me ha nombrado visir en su diwán!”
– Maestro, tú mismo nos has dicho que la mayor parte de las historias atribuidas al Mulá Nasrudín, o a Afanti o Joha, se las inventaban los maestros sufís para conmover a sus discípulos pero que no habían sucedido en verdad.
– ¿En verdad? No es otra cosa lo que hacen muchos dirigentes de religiones, ideologías y humanas invenciones con quienes se acercan a ellos. Son incapaces de escuchar y de aprender de otras personas que proceden de experiencias distintas. Los sacas de su mundo y se asfixian.
– ¡Ahora lo entiendo, Maestro! El ermitaño quiso gastarles una broma.
– Sergei, – intervino con dulzura el médico Ting Chang -, no hay que buscar explicación a todas las cosas, sino vivirlas y ya está.
– Pues buena cosa me dice el médico. Me cuidaré de no caer en tus manos pues me contemplarás enfermo y ya está.
– Sergei, – exclamó riéndose el noble amigo -, ¿has visto mejor manera de acompañar a alguien que asumiendo su camino? Eso quiso decirles el ermitaño. Lo mismo que Buda expresó a sus discípulos poco antes de morir: “¡No cejéis en la meditación!” Si los discípulos amaban tanto a su maestro la única manera de acompañarle era siguiendo su camino.
– Ahora sí que lo veo.
– Ya. Y en cuanto a que no me querrás a tu lado cuando estés enfermo, cuídate de que no te toque un matasanos que no sepa respetar las exigencias de la propia naturaleza, para acompañarla en su proceso.