Paco. O don Francisco, como se prefiera, es un filósofo. Está jubilado, y en el bar todos lo conocen como “el Camuñas” por haber nacido en el mismo pueblo que famoso bandolero, y por compartir con él nombre y mala baba. Bien, pues el otro día, mientras desayunaba con prisas, le escuché decir: «España sufre hiperinflación política. Tenemos la inflación política muy elevada, fuera de control. Así no vamos a ningún sitio». Lo dijo porque sí. Sin venir a cuento. Y luego se marchó.
Suele hacerlo. Decir algo y largarse sin esperar respuesta. Quizás sea porque la opinión de los demás se la trae floja, o porque a sus años, con tanta mili a cuestas, resbalan las críticas y los elogios por igual. Pero había dado en la raíz de nuestros problemas: la política lo inunda todo.
En pocos países la política despierta tanto interés como en España. Y en pocos países tienen que cargar con tanto político manirroto. Tenemos políoticos a manta. Para todo, y en cantidad. Que no falten. Tenemos tantos políticos que me sorprende que aún no se haya fundado la ong políticos sin fronteras. Sin embargo, igual que se cumple la máxima de muchas leyes poca justicia; donde hay muchos políticos, poca democracia.
En efecto. La mayoría de los políticos no son elegidos en las urnas, sino que son nombrados cargos de confianza por el dedo todopoderoso del partido. Las formaciones políticas se convierten, de esta manera, en agencias de colocación y tejen redes clientelares que dan al traste con la ilusión de los votantes.
Resulta llamativo repasar la lista de designaciones políticas en cualquier administración. No importa que sea local, autonómica o estatal. ¡Cuánto asesor! Sin duda, con la solvencia intelectual de nuestros electos los asesores son más que necesarios, pero ¿realmente hacen falta tantos?
La red que se teje alrededor de la persona elegida para el gobierno de una administración se complementa, además de con los asesores y cargos de confianza, con un sin número de puestos de libre designación en agencias, fundaciones, patronatos y empresas públicas. Y para sorpresa del respetable, cuanto más próxima es la administración al ciudadano, más densa se vuelve la cohorte de cantamañanas y limpiabotas que rodean al político.
En los ayuntamientos es donde más habas se cuecen. No es sorprendente encontrar a un centenar de personas nombradas a dedo por el Alcalde en un municipio de apenas cien mil habitantes.
Algunos dicen que el problema es cultural, de herencia mediterránea. Vamos, que los españoles nos tomamos el Lazarillo de Tormes como nuestra Biblia particular. No obstante, el problema sea dado en muchos otros países. La diferencia es que supieron reaccionar y nosotros aún no lo hemos hecho.
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las ciudades de Estados Unidos vivían una fuerte politización y la corrupción era insoportable. Decidieron cambiar el modelo de gobierno, pasando de lo que se denominó strong-mayor, al llamado city-manager. La diferencia radica en que los concejales conservan la potestad legislativa, pero el gobierno ejecutivo pasa a manos de un directivo profesional nombrado por una mayoría cualificada de concejales. Es decir, se profesionalizó la gestión apoyándose en los funcionarios frente a la libre designación de cargos políticos.
Esta forma de gobierno, o sus múltiples variantes, y la limitación del número de colaboradores han sido adoptadas en la mayoría de los países occidentales. En especial en aquellos cuyas administraciones son más eficientes y presentan un menor índice de corrupción.
Quizás, tanto “colocao” sean las payuelas de un país que transita desde hace escasas décadas la senda democrática. De cualquier modo, la sociedad civil necesita superar estas enfermedades infantiles y aprender a limitar el poder de los partidos políticos, lograr una mayor separación entre el aparato legislativo y el ejecutivo, y poner fin a las redes clientelares que parasitan las administraciones públicas. Esta es la verdadera reforma pendiente.