Desayuno tipo buffet de un hotel
El mundo se hunde dentro y fuera de España. Occidente llega a su punto final sin haber hecho testamento. China y Rusia firman ya ante notario los papeles de la herencia.
Wall Street se convierte en lo que otrora fuese Pozo del Tío Raimundo. En Shanghai construyen tropecientos rascacielos cada hora. Las fuerzas de ocupación de Afganistán se baten en retirada. ETA vuelve por donde solía. El litro de petróleo cuesta más que una botella de Chateau Laffite. La vecinita de arriba, que antes era de comunión diaria, se ha comprado unas babuchas para ir los viernes a la mezquita. La rentrée literaria nos propone novedades que son bodrios. Yo envejezco.
En fin… Que todo es un desastre y, pese a ello, me encojo de hombros ante la actualidad, paso de largo ante las mil y una catástrofes que me propone, apago la tele y opto por dedicar esta entrega de mi blog a algo tan nimio como lo es el hotel de Barcelona en una de cuyas ruidosas habitaciones garabateo estas líneas.
Dicen que como mejor se escribe es cabreado, y yo lo estoy. Dicen que la venganza es placer de dioses, y yo voy a vengarme. Dicen que ese plato debe servirse frío, y yo lo serviré caliente.
Que cada palo aguante su vela. El nombre del hotel en cuestión figura en el Gotha. Es condal y barcelonés. Adivinen a cuál me refiero. Blanco y en botella, verde y con asas. Nunca volveré a alojarme en él. Más me vale no hacerlo. Imaginen ustedes cómo me tratarían después de leer lo que ahora escribo.
Hoy es miércoles. Llegué el lunes por la mañana. El aire acondicionado hacía un ruido infernal. Lo apagué. Seguía haciéndolo. Llamé a recepción. El teléfono no funcionaba. Bajé tres pisos a pie, porque los ascensores estaban siempre atiborrados de guiris incapaces de dar los buenos días. Tomaron nota de mis quejas. Subí tres pisos a pie, porque… Bueno. Ya saben.
Empezó el trasiego de técnicos que aporreaban la puerta de mi habitación y se paseaban por ella impidiéndome escribir. Sonó el teléfono. ¡Aleluya! Lo cogí. Era mi mujer. Yo escuchaba su voz, pero a ella no le llegaba la mía. Colgué. Bajé de nuevo a la recepción. Me aseguraron que todo estaba en orden. Subí. Nunca viene mal hacer un poco de ejercicio.
La climatización rugía. Los expertos llamaban al timbre. Sonó el teléfono. Lo cogí, demostrando que el hombre es el único animal que tropieza cuantas veces sean necesarias en la misma piedra. Era mi mujer. Yo escuchaba su voz, pero a ella no le llegaba la mía. Los técnicos… Bueno. Ya saben.
Y, a todo esto, una botella de pésimo vino espumoso –el mismo que el roña de Dalí servía a sus huéspedes– aguardaba en una cubitera a que yo, en un momento de insania provocado por la desesperación, la descorchase. ¡Rayos y truenos! Si ni siquiera me gusta el champán, ¿cómo va a gustarme el cava? Al vino, vino y res més. Quédense las burbujas para la especulación inmobiliaria.
Era un regalo que me enviaba la dirección del hotel. Lo acompañaba una tarjetita. ¡Con nuestros mejores deseos!, decía. ¡Pues anda, que si llegan a ser malos!
Soy un desagradecido.
Me armé de paciencia, capeé los sucesivos temporales, dejó por fin de funcionar el maldito aire acondicionado, se reestablecieron las comunicaciones, transcurrió sin más sobresaltos el resto de la jornada, me acosté, dormí seis horas, me levanté de excelente humor y bajé a desayunar.
¡Nunca lo hubiera hecho!
Sé que no van a creerme, pero juro que es verdad. El Maligno acecha. Los dislates, también. Busqué de piso en piso el comedor. No lo había. Iba yo en zapatillas de felpa y camisola sin mangas. Acudí una vez más a los servicios informativos de la recepción. ¡Atiza! Me enteré en ella de que para desayunar había que salir al raso y a la puta rúe, esperar a que el semáforo se pusiera verde, cruzar la calzada, recorrer unos metros y entrar por fin en el local donde el buffet me aguardaba.
Subí a la habitación, me puse unos zapatos, agarré una chaqueta, bajé, me expuse a la intemperie, no esperé a que el semáforo se abriera, atravesé la calle esquivando coches y jugándome la vida, encontré el restaurantillo en cuestión y… Bueno. Ya saben.
Su chef, por cierto, es uno de esos cocineros de la bazofia creativa que destruyen la tortilla de patatas o lo que se les ponga por delante, se las dan de artistas y cuelgan sus platos en las paredes de los laboratorios.
¿Se imaginan? El lunes, por ejemplo, llovía a cántaros. A cántaros, digo. El invierno se echa encima. Y el infierno, para los huéspedes del hotel de marras, también, pues infierno será tener que ponerse un chubasquero, envolverse en una bufanda, enfundarse unos guantes, tomarse una aspirina, agarrar un paraguas y enfrentarse a la galerna para hacer algo tan sencillo, en teoría, como beber una taza de café acompañada por una pieza de bollería industrial, un trozo de melón transgénico y un pincho de tortilla deconstruida.
De Guinness, vaya… Y, encima, no dan El Mundo, lo que obliga a quien, como yo, tiene la costumbre de leerlo con avidez mientras desayuna a buscar el quiosco más cercano, que está en el Paseo de Gracia, pero no precisamente a la vuelta de la esquina. Otros doscientos metros –hay que ir y venir– con el estómago dando voces y coces.
¿Cuatro estrellas? Ahí duele. Si fuese un hostalillo de nada…
¿Qué habrán hecho los condes de Barcelona para merecer esto? ¿Tendrá la culpa Carod Rovira? ¿Será una conspiración republicana?
Lo dicho: si me pierdo, no me busquen en este hotel. Háganlo, por ejemplo, en el Majestic. Está enfrente, y no hay que llevar abrigo ni que ponerse chanclos para desayunar en él.