Sociopolítica

Hoy también soy Mohammed

El barbero al que suelo ir regularmente es el señor Mohammed. Tiene un pequeño negocio de peluquería para caballeros situado en uno de los barrios de la periferia de la ciudad. Mohammed es un tipo bajito, con cara simpática, bien vestido. Debe rondar los cincuenta y pocos. Unas elegantes gafas de corte moderno cubren sus ojos, bajo un pelo bien conservado y peinado, sobre una barba recortada al más puro estilo Clooney. La simpatía de su rostro descansa, mayoritariamente, en esa perfecta sonrisa de dientes alineados y esa voz de viejo sabio que sabe transmitir con absoluta tranquilidad. El señor Mohammed es el único hombre sobre la faz de la tierra a quien yo le confiaría mi cabeza: cuando alguien sostiene una navaja de afeitar, procura que sea el tipo más hábil y perfeccionista del Mundo: él lo es. Suele tener su local ambientado con música clásica, mas de lo poco que habla -pues Mohammed es poco hablador- lo hace denotando cierta sabiduría. La peluquería está regentada, en su mayoría, por personas marroquíes; algunos tienen algún negocio en las inmediaciones, como Hasan, que es dueño de un taller de coches, o Ahmed, el que lleva el locutorio. Entre ellos, por norma general, hablan árabe; muy rara vez balbucean algo de español, aunque cuando estoy a solas con Mohammed él hace un esfuerzo por mantener una conversación en mi idioma. La mujer de Mohammed aparece poco por el local; la habré visto una o dos veces. Ella va tapada con velo, al igual que la mayor de sus hijas; la pequeña no, viste como toda una princesita. A decir verdad, todo el barrio donde está situada la peluquería, barrio donde me crié la mayor parte de mi vida, ha visto cómo la población musulmana ha ido aumentando en proporción a la que no lo es. Además de la peluquería, el taller o el locutorio, hay por ahí una carnicería, un bar o una frutería llevadas por moros (en honor a Reverte: ‘moros’ no es despectivo). Mas es común ver grupos de marroquíes sentados en algún bordillo, grupos de mujeres paseando con sus velos y sus niños, o niños gamberreando con sus bicicletas entre los coches.

Y yo lo adoro. Cuando voy a afeitar mi cabeza a la peluquería de Mohammed, realmente disfruto. Me gusta el ambiente multicultural, las conversaciones con mi peluquero sobre la vida o la Sociedad, aunque la mayoría de las veces prefiera guardar un riguroso silencio o hablar en marroquí con sus semejantes. Pero yo sé que tanto él, el señor Mohammed, como Hasan o Ahmed, como todos los hombres y mujeres, o niños, que han ido repoblando la barriada desde hace ya años, aquéllos que hacen cola en los negocios de la zona, que pasan las noches en los locutorios, que hablan en su idioma por la calle, que van los viernes a la mezquita (que construyeron a escasos cien metros de ahí), que pasean por las calles con sus velos o que tienen el turno antes de un español en el ambulatorio, que también se encuentra a escasos metros de ahí; sé que la mayoría de ellos son vistos, si no por todos, por una gran mayoría de personas, como moros en el sentido más peyorativo de la palabra (¿moro de mierda?). No faltan señoras y señores que abren bien la boca para hablar de los inmigrantes y todos los problemas que traen: que roban el trabajo a los españoles, que no se adaptan al idioma ni las costumbres del país, que obligan a sus mujeres a vestir con velo, que vienen aquí a imponernos sus formas, que crean sus propias comunidades y que éstas no se integran, que nos roban un sitio -o dos- en la cola de la Seguridad Social, que hablan a voces o visten feo. Más un largo etcétera. Ellos, los moros, son los inmigrantes ‘malos’, de los que molesta ver por la calle, de los que te hacen comentar con la familia, cuando llegas a casa, sobre hay que ver la cantidad de moros que hay en el pueblo.

Pero yo vivo en la Costa del Sol malagueña. Aquí no sólo hay moros, negros o chinos; la costa está infestada de ingleses, escandinavos, alemanes y holandeses. Muchos de ellos llevan viviendo en España desde hace más de dos décadas y no hablan una sola palabra de español; se reúnen en iglesias, bares, clubes y restaurantes donde no se integran con el resto de la población local; montan toda clase de negocios dirigidos exclusivamente a gente de su país, y no sólo eso, sino que cuando acuden a un negocio local -del pueblo- no hacen ni el menor esfuerzo de hablar el español, sino que obligan al español a tener que entenderse con ellos, mayoritariamente, en inglés; pueblan de forma masiva bares en los que beben cerveza hasta perder el apellido, frecuentan supermercados enfocados única y exclusivamente a productos extranjeros; establecen sus propias empresas de gestión para papeleo, para que así, de este modo no tengan ni que molestarse en pasar diez minutos de vergÁ¼enza ante un funcionario español de los que desayuna diez veces y te atiende con mala hostia; se quejan de que algunas compañías no tengan servicio de atención al cliente en su idioma, y, lo que es de lo peor, que muchos vienen aquí por temporadas, como cada seis meses, hacen uso de todas las instalaciones públicas, incluidos todos los servicios de la Seguridad Social, para acabar cogiendo el avión de vuelta a su país y no pagar ni un solo puto impuesto.

Sin embargo, los George, John, Chris, Shawn o Stephen no son inmigrantes, no; a lo sumo son guiris, pero los guiris son buena gente. No como los Mohammed, Hasan, Ahmed o Bassim, que no sólo son inmigrantes, sino que además no se integran, hablan feo y, por qué no decirlo, traen mucha delincuencia. Porque, no, claro que no, la afluencia masiva de ingleses, escandinavos y demás ‘europeos buenos’ no han traído corrupción, delitos, mafias y engaños aquí a la Costa (nótese el tono irónico). Con ello pretendo denunciar la estrechez de miras que padecemos muchos españoles respecto a los inmigrantes moros, de los cuales muchos, pero muchos, son perfectos ciudadanos, pagan sus impuestos, mantienen sus tradiciones y se llevan bien con la población local. Pues, por el simple hecho de que nos choquen ciertos aspectos de su cultura, porque algunos tengan realmente muy poco dinero o porque en algunos núcleos urbanos, donde hay suburbios asolados por la pobreza, ésta se cebe con ellos y los empuje a delinquir, no es justificación alguna para referir a ellos como los inmigrantes malos. Si se me permite expresarme libremente, para mí es inconmesurablemente peor el caso de los británicos que viven en los núcleos turísticos chupando de los impuestos y sin hablar ni una sola palabra de español. Y, por qué no, aberrando al gusto estético con ese físico post-industrial demacrado por el alcohol y el tabaco con el que los inmigrantes buenos torturan nuestra vista o nuestro sentido común.

Porque hoy también soy Mohammed.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.