Los recientes informes de los organismos internacionales, especialmente los elaborados de manera comparativa, dejando nulo margen a la divagación, muestran un panorama bien distinto al que algunos, con cierta tendencia a la complacencia, quieren encontrar en el sector educativo español.
Las cifras, y de modo muy particular en los apartados relativos a las competencias de las antes denominadas materias instrumentales básicas, la lengua castellana y las matemáticas, arrojan valores que hacen enmudecer al más optimista.
…la ignorancia está ganando terreno en España.
Sin embargo, la dinámica en la que se mueve la educación en España adquiere unos tintes dramáticos cuando, al volver la mirada hacia la realidad cotidiana, a la que se vive diariamente en las aulas de los centros repartidos por el mapa escolar del territorio nacional, se comprende que las estadísticas son sólo la punta del iceberg, apenas el ápice de un inmenso témpano que deja frío a profesionales de la enseñanza, en primer lugar, y luego, no mucho después, a todo aquel que se acerca con ojos neutrales al problema. En realidad, raramente se habla de conflicto en el espacio educativo, salvo que la referencia sea la modificación del ordenamiento legal de estricta obediencia, el modelo pedagógico o, quizás, la recurrente ausencia de un marco de convivencia en el que reine, a partes iguales y sin generar desencuentros entre los agentes implicados, la disciplina y el respeto de los valores inexcusables de la ciudadanía democrática.
Lo que reflejan los números de los informes, sea cual sea su procedencia, pues hasta los confeccionados por el estado, a través del ministerio, o los redactados por las consejerías del ramo en las autonomías patrias, llegan a idénticas conclusiones, es que la ignorancia está ganando terreno en España, o, al menos, que ésta no ha merecido la debida atención por parte de aquellos que, por obligación o cometido político, habrían de poner freno a su avance entre la juventud. Por supuesto, no es una circunstancia de ahora, surgida del eventual descuido de los regidores del asunto, sino un retroceso que, de vez en cuando, en el desliz de unas pruebas de oposición a determinados puestos de la administración local, o en el libre concurso a plazas privadas en las que hay que demostrar objetivamente el currículo acreditado, sale a la luz de modo sorprendente e indiscutible, pese a que se quiera negar esto último.
Produce sorpresa, y quién no la sentiría, el que la generación mejor preparada de que se tiene conocimiento naufrague de semejante manera en unas pruebas o exámenes para los cuales, dicho sin doble intención, ha sido formada durante tantos años y con igual esmero que el que se tiene en otras actividades de los organismos e instituciones públicos españoles. Las ediciones de los principales diarios se llenan, a menudo, de sesudos análisis sobre el particular, con escaso éxito en la explicación de lo fundamental, la dramática evidencia de una rampante ignorancia en un amplio número de los participantes en los procesos de provisión de plazas. Se suele obviar lo manifiesto por la asunción de planteamientos plagados de maltrecha ideología, irreconciliables con lo pedagógico, o bien, que es lo habitual, por la denuncia de programas de enseñanza obsoletos, ajenos a lo que verdaderamente habría de ser el objeto de una educación de vanguardia, en la que los ordenadores y la tecnología de la información irían de la mano. Así, la crudeza de lo real, lo que los docentes contemplamos en el fragor diario del aula, queda desvaído, disimulado por el dictamen del supuesto experto o por la interesada valoración del político.
La ignorancia sufre la ominosa ocultación de unos y otros, tanto de los protagonistas, que la experimentan con desafiante sentimiento, como de los responsables educativos que la intentan alejar con el alegato político o la componenda del pedagogo. Es, en suma, una ignorancia consentida, en la que la sociedad ha jugado también un papel decisivo. Puesto que el conjunto de los agentes sociales no puede evadirse del problema aduciendo desconocimiento o falta de resortes para cambiar el modelo pedagógico implantado en las últimas décadas. En lo personal, como profesor en activo, uno hace lo que buenamente cree oportuno, y esto me conduce a plantear el próximo juego, una pequeña aventura de orden intelectual, que tiene por finalidad señalar el conflicto en su punto de partida. Porque, llegados hasta aquí, quizás se piense que lo dicho por el profesional no es más que el fruto de una resentida experiencia, un lamento al que, por otra parte, ya la sociedad se ha vuelto inmune. Rotundamente, no. Las siguientes cuestiones centran la diana del artículo, casi le dan el genuino valor, si es que lo tiene. Son preguntas relativas a conocimientos básicos, ineludibles en cualquiera que haya atravesado las progresivas etapas de Primaria y Secundaria, y tanto más exigibles en un futuro universitario. Es decir, son cuestiones que, por ejemplo, un chico de Segundo de Bachillerato habría de superar sin consultar tan siquiera sus apuntes de clase o los manuales de que se sirve en las variopintas materias que cursa. A saber,
1.- ¿Cuál es el 10% de 4989?
2.- ¿Qué es una categoría gramatical?
3.- ¿Cuál es la definición de las palabras llanas en la regla ortográfica?
4.- ¿Cuándo es el Día de la Hispanidad y qué se conmemora en el mismo?
5.- ¿Son las ballenas animales vivíparos y por qué?
6.- ¿Por qué no se conservan registros fotográficos de Platón?
Al referir una «ignorancia consentida» no se intenta, ni mucho menos, desprestigiar a los profesionales de la enseñanza, ni someter a oprobio a los estudiantes, sino mostrar el mal del cual ha adolecido la cultura española en los tiempos recientes. Como dirían los regeneracionistas de finales del siglo XIX, lo primero y lo urgente es reconocer el problema para, sin dilaciones de ningún tipo, aprontar las soluciones. Lo que, desde luego, no debe hacerse es lo que hasta este instante se sigue realizando, mostrando nula sensibilidad y vergÁ¼enza, y es la nefasta ocultación de la realidad.
De vuelta al cuestionario, y tras el preceptivo ensayo en el entorno inmediato, especialmente entre escolares con edades comprendidas entre los 15 y 20 años, la incorrección en la totalidad de las respuestas, o en parte significativa de ellas, sería la prueba palpable de ese desconocimiento culpable, que señala a unos responsables que se esconden tras las estructuras de nuestro sistema educativo. No son los chicos que pueblan los colegios o institutos, ni son los maestros o profesores que les atienden; en definitiva, no son los que directamente protagonizan la realidad educativa, sino los que diseñan y ordenan los programas a impartir, los pedagogos de salón, y, consecuentemente, los políticos de turno que los mandan ejecutar los que tienen la responsabilidad y, diría más, el deber de sacar a las jóvenes generaciones de lo que Kant denominaba la triste «minoría de edad» de un pueblo.
Contra la ignorancia, sapere aude.