Los especialistas nos cuentan que el crimen organizado constituye la modalidad más peligrosa de delincuencia por su capacidad para controlar los sectores económicos mediante la corrupción y la alteración del normal funcionamiento de la vida política, social y económica.
Los especialistas nos cuentan que los grupos de criminales –y siempre nos recuerdan que casi todos vienen de fuera-, proliferan como gaviotas en vertedero y que el volumen de dinero que ingresan es comparable a una buena parte de las actividades económicas más rentables de las empresas legítimas.
De hecho, cuando los políticos nos hablan de la amenaza del crimen organizado y se esmeran en compartir las cifras de sus elaborados estudios, uno no puede menos que preguntarse cuántos de los conciudadanos que están a nuestro alrededor será un empleado, colaborador o líder de uno de esos grupos de malos tan inteligentemente dirigidos a la optimación de los beneficios criminales.
Si los pacientes lectores de esta entrada se toman la molestia de fijarse en las declaraciones institucionales, estarán con nosotros en que la verdad oficial afirma que el crimen organizado corrompe a las instituciones del Estado y a sus miembros, posibilitando de esta forma la impunidad de los delincuentes. Los poderosos grupos de crimen organizado se gestarían, de esta forma, en el exterior de la Administración e instituciones públicas, infiltrándolas y pervirtiéndolas como consecuencia de sus ambiciones de control de los procesos sociales legítimos que pudieran comprometer los beneficios ilícitos.
Sin embargo, en mitad de una de esas sesiones que los managers modernos llaman brainstorming, y que en realidad no consiste más que provocar que los subordinados digan burradas para conseguir motivos por los que represaliarlos, uno de nuestros becarios sugirió una alternativa hipótesis divergente: Es posible que la Administración Pública no sea la víctima del crimen organizado sino el lugar donde tiene su origen; es decir, su causa.
De acuerdo con esta hipótesis, el crimen organizado no corrompe, sino que nace en el interior de la Administración Pública, a partir de cuyo nido se generan o atraen las asociaciones de delincuentes, que adquieren su cualificación de organizaciones criminales precisamente por su contacto con los delincuentes o grupos delictivos que proceden del interior de las instituciones.
La corrupción no se produce, por tanto, desde fuera hacia adentro, sino desde adentro hacia afuera, salpicando a las actividades económicas que, de una u otra forma, tienen en la Administración un elemento presente -por obligación- en casi todas las fases de desarrollo del negocio.
Y durante años, los focos de delincuencia que realmente socavaban los cimientos del estado del bienestar, es decir, los grupos de individuos –e individuas- que desde dentro de la Administración y las instituciones distraían recursos públicos para enriquecerse manteniendo su apariencia de respetabilidad, eran generalmente ignorados por las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley (no hablamos de la Policía, sino de la Justicia), posibilitando que todos aquellos que se arrimaran a los corruptos representantes políticos o funcionarios de alto nivel pudieran hacer negocios formidables con el dinero de los impuestos de los españoles.
Si nuestro becario tiene razón; sería cierta la paradójica circunstancia de que las organizaciones criminales externas a la Administración serían mucho más instrumentos utilizados por los corruptos que elementos provocadores de corrupción.
Por todas las razones que hemos expuesto, creemos que se puede poner encima de la mesa la hipótesis de que ha sido el delito cometido desde dentro de las Instituciones una de las causas de la eventual quiebra del Estado del Bienestar; es decir, una de las causas de la actual crisis que estamos sufriendo.
También hay razones para pensar que es una suerte para nuestro becario que no tenga intención alguna de ingresar en la Administración.