Como no es muy sorprendente (al menos para quien escribe estas líneas, así como para muchos ciudadanos que ya no se dejan engañar por estas “falsicracias”), el Partido Popular acaba de aprobar una nueva “reforma” laboral, la más “ambiciosa” de nuestra corta “democracia”, o en las propias palabras de quienes la han hecho, la más “agresiva”. Por supuesto, de esto no dijo nada dicho partido en la campaña electoral (aunque su silencio fue muy sospechoso). A mí lo que más me sorprende e indigna es que todavía una mayoría de ciudadanos voten a los dos grandes partidos de este paripé que llaman democracia y no lo es, que lo es cada vez menos. El caso es que un partido que acaba de ser elegido por sus ciudadanos para gobernarlos, una vez más (esta vez de una manera más rápida y descarada, puesto que dicho partido dijo en su día que no pensaba abaratar el despido), atenta contra el interés general, contra los mismos ciudadanos que le han votado. No podemos obviar el hecho de que muchos millones de trabajadores votaron a sus verdugos. Á‰ste es un “misterio” que deberíamos analizar más en profundidad quienes propugnamos otro sistema. Un tema que se aparta del objeto del presente artículo. Es obvio que se necesita una concienciación masiva. El gran triunfo del capital es la falsa conciencia de clase a la que ha sucumbido gran parte de la clase trabajadora. Los ciudadanos corrientes apenas hemos empezado a despertar. Tan sólo lo han hecho en verdad una parte, cada vez menos minoritaria, pero no mayoritaria aún.
Imaginemos que hoy, 17 de febrero de 2012, en España tuviésemos una democracia real. Imaginemos que los diputados, los senadores, los concejales,…, en vez de obedecer a las direcciones de sus partidos, son fieles a sus votantes. Imaginemos que en tal democracia existe una cosa llamada mandato imperativo. Es decir, los representantes políticos elegidos en las urnas por los ciudadanos lo son en base a un programa de obligado cumplimiento (tanto para el partido que gobierna, el cual debe aplicarlo en el ejercicio del poder, como para cualquier partido en la oposición que debe defenderlo frente a sus contrincantes). En caso de incumplimiento del programa o en caso de intentar aplicar ciertas medidas fuera del mismo (o no concretadas en él), el partido gobernante estaría obligado a dimitir en el primer caso o a convocar un referéndum en el segundo. En esa democracia, por ahora imaginada, la reforma laboral que acaba de aprobar el PP no habría podido ser aprobada (al menos tal como lo ha hecho, de espaldas al electorado). A no ser que el pueblo fuese estúpido y, conociéndola de antemano, apoyara a un partido que se atreviese a plantearla en su programa electoral. El mandato imperativo es necesario para tener una democracia real, pero insuficiente. Tal vez el pueblo, al no conocer otras alternativas, decidiera votar a un partido que propusiera tal tipo de medidas. El mandato imperativo supone un avance, pero se necesitan más cosas para tener una democracia real.
Imaginemos que en tal democracia existe también una cosa llamada revocabilidad. Es decir, el pueblo tiene derecho a expulsar del poder (antes de las, a veces lejanas en el tiempo, siguientes elecciones) a un partido que ya no le merece su confianza. Con el mandato imperativo serían imposibles (si la ley está bien hecha y se cumple eficazmente) las traiciones, los incumplimientos de programa electoral, pero aun así supongamos que el pueblo ya no cree en las soluciones propuestas por sus actuales gobernantes (aun habiéndolas apoyado en las urnas). En esta democracia real sería posible “agilizar” la rotación en el poder político. No es muy difícil imaginarse que un gobernante tendría mucha más presión (desde abajo, en vez de desde arriba) para gobernar de acuerdo con el interés general, por lo menos de acuerdo con el mandato de sus votantes. No es muy difícil imaginarse, por ejemplo, que a un gobernante le costaría mucho más el involucrar a su país en una guerra. Si vamos un poco más allá practicando la imaginación podemos concluir de manera bastante inmediata que en un sistema político que, partiendo de las condiciones actuales, tuviera, además, como mínimo, la combinación revocabilidad – mandato imperativo, cualquier gobernante lo tendría muy difícil para declarar guerras. Casi tan sólo implementando estas dos simples medidas en la mayor parte de países, las guerras, con bastante probabilidad, pasarían al baúl de los malos recuerdos de la humanidad. ¿No supondría esto un gran paso adelante?
Mediante la combinación de estas dos medidas bien concretas, nada utópicas ni muy complejas, los votos depositados en las urnas dejarían de ser cheques en blanco para los políticos elegidos. Á‰stos deberían responder ante el pueblo. Las actuales oligocracias, consistentes en elegir a nuestros dictadores disfrazados de “demócratas” (pues luego hacen lo que quieren, pues se pasan por el forro la voluntad popular o la usan para satisfacer intereses ajenos a la misma), darían paso a auténticas democracias. ¿De qué sirve elegir a alguien si luego hace lo que le da la gana? ¿Quién se atreve a afirmar que la democracia no puede dar más de sí, que no es posible mejorarla sustancialmente a corto plazo?
Imaginemos que en tal democracia real existe también una verdadera separación de poderes. De todos. Del político (del legislativo y del ejecutivo), del judicial, del sindical, de la prensa, del eclesiástico,…, y sobre todo del económico. No hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta de que en tal caso la democracia sufriría un gran salto cualitativo. Por fin, la Justicia sería realmente justa, es decir, igual para todos. Y no el instrumento del poder político y sobre todo del económico, el verdadero poder en la sombra del cual dependen todos los demás poderes en nuestras falsas democracias que se cuidan muy mucho de llevar a la práctica el principio elemental de la separación de poderes. Por fin, las ideas, todas, podrían fluir libremente por la sociedad, aumentando notablemente las probabilidades de resolver sus grandes problemas crónicos. Por fin, los gobiernos gobernarían para los ciudadanos, de acuerdo con sus programas vinculantes (auténticos contratos entre los elegidos y los electores), y no para quienes les financian, no para quienes les compran, no siguiendo programas “invisibles”, que están en la sombra. Por fin, los sindicatos se dedicarían a su razón de ser original: la defensa de los intereses y derechos de los trabajadores. Etc., etc., etc.
No hace falta tener mucha imaginación para concluir que, simplemente, como mínimo, partiendo de las condiciones actuales e implementando el mandato imperativo, la revocabilidad y la separación de poderes, la democracia superaría el umbral por encima del cual, por fin, podría denominarse realmente como tal. Con esas tres medidas nuestro sistema político se alejaría de la oligocracia, es decir, de las dictaduras bajo sus distintas formas, y se acercaría mucho a la democracia propiamente dicha, al poder del pueblo, al gobierno de la mayoría respetando los derechos humanos de cada individuo. Sumemos a esos tres ingredientes fundamentales el no menos básico ingrediente de una ley electoral donde todos los votos valgan igual, la elegibilidad de todos los cargos públicos, el uso frecuente (y obligatorio en algunos casos, como cuando se proponen medidas que no han sido votadas previamente en las urnas, o como los cambios constitucionales) de los referendos (siempre vinculantes), listas abiertas, elecciones primarias obligatorias en todos los partidos,… Impregnemos de igualdad real todas las relaciones entre los seres humanos (empezando por una Constitución donde no cabría el vergonzoso artículo 56 de nuestra actual ley de leyes monárquica que pone al Rey por encima de la ley), muy especialmente en el ámbito de la economía, el corazón de la sociedad. Imaginemos que las empresas se gestionan democráticamente por todos los trabajadores, que todo es transparente en ellas, que sus jefes son elegibles y revocables, que los gestores responden ante los gestionados. Implementemos la democracia directa allá donde sea posible hacerlo, complementándola a la democracia representativa (que será realmente representativa),… Y “voilÁ ”, tendremos la democracia real, o algo que se le parece mucho. Aunque sin perder de vista que la perfección no existe y que todo es siempre mejorable.
No es muy difícil imaginarse que la democracia real, a diferencia de la irreal actual, será dinámica, avanzará siempre (en vez de estancarse o retroceder), y no sólo eso, sino que avanzará cada vez más. Puestos a practicar un poco (pero no mucho) la imaginación, no es muy descabellado llegar a la conclusión de que la sociedad humana, por fin, será capaz de superar sus grandes lacras, acelerará su evolución (y no sólo tecnológica, sino que sobre todo económica, política, social, moral). La democracia supondrá el paso definitivo de la jungla a la civilización. No es posible la verdadera civilización sin la democracia real. Es más, con la auténtica democracia, la humanidad tendrá verdaderas posibilidades de sobrevivir a sí misma. Pues, por fin, aprenderemos a convivir en paz, pues, por fin, el ser social se hará social. Lo cual no tiene nada que ver con que el individuo se anule. Todo lo contrario. El individuo se realizará realmente cuando sea libre, es decir, cuando se relacione con sus semejantes en condiciones de igualdad. La democracia es en verdad la implementación del indisoluble binomio libertad-igualdad. No es posible la libertad, en la vida en sociedad, sin la igualdad. Ambas son dos caras de la misma moneda.
Dejemos de imaginarnos lo que podría ser y trabajemos arduamente para que así sea. Concienciémonos y concienciemos a nuestro alrededor. Organicémonos. Empecemos, como mínimo, por practicar una rebelión individual, al mismo tiempo que luchamos colectivamente. Como mínimo, dejemos de votar siempre a los mismos partidos, a nuestros verdugos, a nuestros dictadores, apostemos por quienes propugnan cambios (aunque tal vez no sean todavía suficientes), apostemos por quienes defienden cambios más profundos, sistémicos, haciendo así que los partidos compitan entre sí por ser más transformadores. Como mínimo, empecemos a contrastar más y mejor, entre la prensa más conocida y la alternativa, entre la prensa que nunca cuestiona el capitalismo y la que sí lo hace. Incitemos también a contrastar, y a dejar de colaborar con esta falsa democracia, a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestros compañeros de trabajo, a nuestros vecinos,… Como mínimo, acudamos a las manifestaciones callejeras,… Como mínimo, secundemos las huelgas para defender nuestros derechos más elementales,…
Sabiendo ya el qué, teniendo claros los objetivos por los que luchar (y no sólo los de menor alcance, no sólo los más inmediatos, como frenar la ofensiva neoliberal mediante las necesarias huelgas generales y movilizaciones callejeras), ya damos un gran paso. El gran objetivo por el cual debe luchar la ciudadanía es la democracia real. Quedaría por resolver el cómo. El cómo desarrollar la democracia y el cómo luchar por ella. En diversos escritos míos, especialmente en el libro Rumbo a la democracia, he intentado aportar mi granito de arena concretando y desarrollando las ideas expresadas en este artículo de manera muy resumida, y un poco simplificada. El movimiento 15-M nos ha mostrado el camino a seguir: nuestra meta es la democracia real y nuestras armas son las palabras, el sentido común, la razón, el corazón (cuán importante es la indignación). Si luchamos unidos de manera pacífica y ejemplar, desprendiéndonos de dogmatismos y sectarismos, minimizando los liderazgos (pero no prescindiendo de ellos, pues no son prescindibles) para que estén controlados en todo momento por las bases, por las asambleas populares alrededor de las cuales debemos organizarnos todos los ciudadanos indignados (lo cual no significa que los partidos políticos y los sindicatos no puedan tener también su importante papel que desempeñar), nuestras posibilidades de vencer se disparan.
Sólo podremos ser libres si luchamos por la libertad practicándola en el camino. La libertad nunca ha sido, ni nunca será, regalada, es conquistada. Quien dice libertad dice democracia. Sólo podremos alcanzar la democracia si luchamos por ella. No hay evolución sin revolución. La democracia nunca nos la concederán desde arriba, deberá ser construida desde abajo. Si no repartimos el poder de decisión (si no logramos la democracia política) no podremos repartir todo lo demás, como la riqueza generada por la sociedad. De poco nos sirve hablar sobre lo que debería hacerse para salir de la actual crisis si no tenemos los medios adecuados para que las ideas tengan todas las mismas posibilidades de ser conocidas, comprendidas, cuestionadas y probadas, es decir, si no tenemos una democracia que merezca tal nombre. Las ideas alternativas seguirán siendo marginales mientras no alcancemos la DEMOCRACIA, en mayúsculas. No podemos pretender que los ciudadanos apoyen las ideas alternativas si éstas son desconocidas por ellos. No podemos esperar ingenuamente que quienes nos oprimen nos saquen del callejón sin salida en el que nos han metido. Rogar a los de arriba que hagan lo que el sentido común y los más elementales principios éticos nos dictan es igual de útil que rezar. No hay otro camino que luchar por cambiar el sistema en profundidad, que es lo que se necesita. No hay otro camino que concienciar a quienes no lo están, en vez de dirigirnos sólo a quienes ya piensan como nosotros.
Imaginemos que un día lo imaginado en este artículo es real. Imaginemos, pero no perdamos de vista la realidad. Seamos al mismo tiempo idealistas y realistas. Idealistas en cuanto a la búsqueda de una sociedad mejor, realistas en cuanto a la manera de alcanzarla, en cuanto a considerar las condiciones iniciales de partida del largo camino de la emancipación social e individual. Realistas también en cuanto a la necesidad de superar la actual sociedad capitalista. Necesitamos soñar y sobre todo hacer reales nuestros sueños. No basta con soñar con un mundo mejor, debemos concretar el cómo alcanzarlo. Sólo podremos alcanzarlo desarrollando la democracia. “Técnicamente” no es tan difícil desarrollarla. El principal obstáculo es la falta de voluntad de las élites que nos gobiernan. Ellas saben que su enemigo mortal es la auténtica democracia. La democracia es incompatible con la oligocracia. Sin oligocracia no hay oligarquía. La falta de voluntad de las élites sólo podrá ser superada por nuestra voluntad de lucha, por la fuerza de voluntad de los ciudadanos corrientes, del 99%. Cuando la lucha de clases la ganemos quienes estamos abajo, quienes conformamos la inmensa mayoría social, los trabajadores de toda índole (incluidos los estudiantes, los pensionistas, los pequeños empresarios, los autónomos,…), es cuando se sentarán las bases de una nueva sociedad más libre y justa. Tengamos primero claras las ideas para llevarlas a la práctica. Trabajemos para que algún día no sean necesarios artículos que hablen de cosas tan elementales como el que acabas de leer.