Que somos un país inculto lo viene cuantificando, desde hace años, cada nuevo informe Pisa. El déficit democrático que percibimos confirma la cualidad de nuestra incultura. Esta carencia se nota apenas rascamos el tejido social que protagoniza hoy la vida política. Mis cuarenta años de labor docente me permiten afirmar que semejante escenario se ha ido conformando tras la implantación de la LOGSE. Una ley educativa onerosa y adversa. Más aun, estoy convencido de que su existencia es el producto de un plan perfectamente concebido por expertos psicólogos y sociólogos para conseguir una comunidad borreguil e indolente. ¿Cómo si no se ha podido trincar tanto y con absoluta impunidad? ¿Cómo si no se ha llegado a esta podredumbre general del sistema? Sin duda, podemos establecer un hilo conductor entre herencia LOGSE y clímax de corrupción.
Esta incultura permite a comunicadores y políticos, básicamente, alimentar fobias porque -como he dicho en bastantes ocasiones- el español siempre actúa de forma visceral. El odio es su única Razón de Estado y la incultura lo potencia al conseguir un seguidismo fanático e irracional. Sería sensato que desapareciesen clanes y banderías, pero tal situación solo puede darse con una sociedad crítica e inteligente. Perdonamos a los nuestros mientras sometemos al rival a juicios severísimos y calumniosos. Los medios utilizan su inmenso poder (des)informativo en ignorar objetivos comunes. A nadie parece interesarle la adición, probablemente por aquello de que unión y fuerza conforman el antecedente y consiguiente. Es seguro que a la caterva de vividores no le interesa una sociedad fuerte, vertebrada.
No hay nada nuevo bajo el sol, anuncia el Eclesiastés con tres milenios de existencia. Ciertamente, todo fenece y se renueva sin que surjan novedades dignas de mención. Tres mil años constituye un periodo suficiente para constatar la inexistencia de algo inédito. Tal marco me lleva a afirmar que solo hay dos tipos de revoluciones: la burguesa liberal y el populismo marxista. Ambas acontecen en épocas de crisis, ya económica ya político-social. Una tiene como protagonista la burguesía -financiera o intelectual- ayuna de poder. Su consecuencia es la democracia, más o menos corrompida, que garantiza (al menos en teoría) las libertades y derechos individuales. La otra, dirigida por una élite intransigente, se excusa en el proletariado, en la desesperanza, para conseguir un poder omnímodo. Enmascara regímenes totalitarios, de terror. Aprendamos Historia. Evitaremos así manejos perversos cuando no dañinos.
Una sociedad inculta y aletargada genera sistemas putrefactos, cleptocráticos, que se retroalimentan de su propia colectividad convertida, a la vez, en víctima y ariete. Cierto que la globalización impide maniobrar con rapidez y eficacia ante las eventuales crisis capitalistas. Cierto que a una ciudadanía menesterosa se opone una clase política (casta o no tanto) que supera con creces cualquier defecto, vicio o discapacidad humanas. Semejante intendencia, avistada a grandes rasgos, nos lleva -desde hace tiempo- a otear un horizonte angustioso. Empezamos por sentir el lógico y justo desafecto hacia el gobernante incapaz de interpretar unos votos preñados de ansia de cambio. Qué decepción ante tanta insensibilidad o desfachatez, quizás ignominia.
Diferentes datos sobre prospecciones electorales pregonan una subida asombrosa de Podemos. Incluso algunos aprecian un empate técnico con el PSOE. Pablo Iglesias resulta ser el político mejor valorado. Tal estudio implica la orfandad de criterio cuando el ciudadano responde. ¿Cómo puede valorarse a un político que es musa y no teatro, al decir de Lope? Empiezo a sospechar de la levedad inercial del mito junto al lastre que atesoran los iletrados. En todo caso, extraña una dinámica tan apresurada respecto al lerdo comportamiento usual de la muchedumbre. No resulta fácil excitar a la masa -ni aun desvertebrada, heterogénea- para conseguir una réplica extraordinariamente radical. O las prospecciones son incorrectas, exageradas, o nos hemos vuelto locos.
Insisto, las revoluciones burguesas trajeron los sistemas democráticos que garantizan las libertades individuales. España tiene un régimen homologable al resto del mundo industrializado. Verdad es que las carencias lo ahogan. La sociedad tiene, por obligación, que sanarlo. Ha de propiciar la separación real de los tres poderes. Debe exigir transparencia y fianza en la gestión de los caudales públicos. Necesita comprometerse con el discurso de un Estado viable por funcionalidad y economía. Tiene que adoptar una oposición firme a cualquier tentativa de enfrentamiento o beligerancia entre españoles que predisponen a la divergencia en perjuicio de un objetivo común. Esto o abstención total.
No hay alternativa libre. Los populismos no resuelven las crisis económicas y someten al individuo no a los intereses comunes sino al albur de un líder atemorizado y cruel. Se les conoce como democracias populares, cuando la auténtica no necesita de epítetos. Temo que estos datos expuestos, entre otros, por El Mundo y La Razón sean consecuencia del carácter irreflexivo, ingenuo e insensato de una sociedad desorientada, confundida, harta de tanta miseria moral que destilan nuestros prohombres. También de una incultura total.
Veremos qué nos depara un futuro azaroso, sin timón. Los signos, si hubiera oráculos, no sugieren tiempos tranquilizadores.