LA CORREHUELA
No soy fan ni mucho menos experto en videojuegos. Seguramente porque mi generación, los que aún llegamos a conocer su prehistoria con los juegos de cinta y los joisticks de palo y un botón, debíamos bajar al bar de Braulio y gastarnos los cinco duros de paga en la maquinita tragaperras para púberes. Mi mayor logro, dicho sea de paso, fue ganar el Mundial de Fútbol con España en el año 94, seguramente la única manera que teníamos entonces de desquitarnos la ignominia de Tassotti contra la pituitaria de Luis Enrique.
Pero si algo aprendí de aquellos juegos de Altamira fue que nunca podías llegar a la pantalla final y luchar contra el “invencible” McBartus el Tailandés con el arma de la vergÁ¼enza que el propio juego te aportaba al inicio. Pero era inevitable. Resultaba difícil soportar la presión de tener que matar a Rayi el Japonés a salto y patada, y uno acababa tirando por la calle de en medio, y aún a sabiendas de los inconvenientes, se utilizaba el arma de destrucción masiva, la espada láser o la repetidora de triple disparo para pasar de nivel.
De modo que cuando llegabas al asalto definitivo el Tailandés te daba el riguroso espacio de treinta segundos para hacerte una idea de tu inoperancia y al cabo, con un mortal hacia atrás, te fulminaba todas las vidas con la descarga eléctrica. Y entonces te acordabas del escudo usado absurdamente contra el Baharati el Indio. Y de su madre también.
Algo similar deben de andar pensando estos días los malqueridos sindicatos. Llegar a la hora final de las negociaciones habiendo disparado previamente todas las armas, y pasando al siguiente “level” con lo justito, es como luchar contra el Tailandés y sus tormentas mortales con la navaja boomerang de la pantalla inicial. Ahora entendemos mejor, si no lo hicimos ya en su día, lo inadecuado de la huelga general del 29-S, arma letal como pocas que de nada sirvió. El parón de septiembre, secundado por los cuatro afines sindicalistas de la vieja guardia, gastó el tiro más valioso de que pueda disponer el proletariado. Y aún estamos esperando que la bala caiga por si fuera menester reutilizarla.
Estoy convencido de que, en las circunstancias actuales, seis meses más tarde y seis meses peor, una huelga general sería vista con otros ojos. Porque, puestos a tragar sapos y culebras, somos capaces de entender y hasta asumir que la crisis económica española es una derivada con asíndota de la mundial. Podemos entender que, en tales circunstancias, suban el gas, la luz y la gasolina, el IVA, las comisiones bancarias y hasta el cupón de los ciegos. Podemos entender que el crédito se paralice y que las empresas no quieran o no puedan contratar trabajadores. Podemos incluso entender que, amparados en la caída del consumo, se lancen EREs por doquier. Nadie, que se sepa, se ha quejado por comer un día sí y otro también huevos con patatas. Aunque suba el precio del aceite (el de girasol) y de paso el colesterol. Todo eso son cuestiones relativas que el gol de Iniesta pudo disipar en parte. Pero que, llegada la hora de hacer balance de finiquito en la vida, nos hagan trabajar más de la cuenta y exigirnos más años de cotización salarial, cuando nadie nos garantiza un salario que lo sustente, es cuanto menos reprobable y digno de manifestación colectiva.
Mientras los bancos, las cajas (obligadas a bancarizarse) y las aseguradoras hacen su agosto contratando planes de pensiones privados del tipo “por si las moscas”, Gobierno y Sindicatos, dicen, han llegado a un gran acuerdo nacional para salvar al país de la quema. El Gobierno lo ha tenido muy fácil, pues ante la velada amenaza de Méndez, Toxo & Cía de usar la huelga como medida de coacción, ya sabiendo que la usamos contra el Indio Bahayari y que a poco estuvimos de perder un cuadradito de vida, la reforma de las pensiones se convierte en poco menos que en un trámite de Decreto Ley.
Ante lo cual la Oposición asiente sonriente, esa sonrisa que desgasta, pensando exclusivamente en que lo mejor sería que Rubalcaba saliese en la foto del acuerdo para poder disparar con el arma que tengamos a mano, que ciertamente no es la espada láser, sino la navajita plateá que siempre vuelve y que aún tiene toda la energía sin usar porque, jugando a partida doble, hemos dejado que el tonto del quinto nos vaya pasando niveles uno tras otro usando hasta el conjuro del hígado para superar el puente de cuerdas de la segunda pantalla.
Es lo que tiene hacer las cosas “porque tocan”. Que cuando tocan realmente, el Tailandés saca el Rayo y te fulmina. Y ya se sabe cómo acaban estas cosas. En la maquinita del bar de Braulio, en la de antaño, siempre había un listo que esperaba de reojo mirando tu juego desde la barra y cuando dabas por perdida la partida, justo antes de la pantalla final, ya desganado y con la paga del domingo desfalcada, llegaba y echaba los cinco duros en el Insert Coin to Continued…
Y ya se sabe, por lo dicho, que a McBartus sólo se le podía ganar con la repetidora de triple tiro… luego presumía el muy tunante en los soportales antes las mozas de que se “había pasado” el Prince of WorldFight con el guerrero haitiano. Y se las llevaba de calle.
¿Quién puede poner en duda a semejante héroe nacional? Así de cara cuesta la gloria cuando se alcanza.