Al Emperador Tamerlán se le achaca su incomprensible amistad con el Mulá Nasrudín, y hasta que le había confiado puestos de gobierno para mortificar a sus ministros. Pues bien con ocasión de un banquete el Emperador había pedido al Mulá que invitase a la cena a un sabio anacoreta que había alcanzado la iluminación para que les hablase del Camino, del Tao, de la plenitud y de la Nada.
Nasrudín andaba tan preocupado porque no había encontrado al santo anacoreta a la entrada de la ciudad, que se vino a palacio con las viejas ropas de capar burros que llevaba. Los invitados lo miraban con asombro y el chambelán lo detuvo cuando se dirigía al puesto de costumbre en el séquito del emperador. ¡Qué pintas llevaría que el chambelán no lo reconoció y lo mandó sentar en un extremo de la mesa! El Mulá no dijo nada. Se levantó y se marchó a su casa, con gran alivio del chambelán.
Al cabo de una hora, regresó envuelto en una amplia túnica de seda y de oro, con un fajín de damasco púrpura y el turbante cubierto de espléndidas joyas que había «tomado prestadas» en un templo hindú de las cercanías. El Chambelán se inclinó ante el noble personaje y lo condujo hasta el Emperador que lo había reconocido nada más verlo, a pesar de la muselina que desde el amplio turbante le caía por el rostro. Le ofreció el mejor asiento para que se sentase tan noble señor.
Entonces, éste se empezó a desnudar y fue colocando la rica ropa sobre el asiento que le habían dado hasta quedar con los pezones cortando vidrios.
El Emperador se partía de la risa. Entonces, ante el estupor de todos los invitados, el Mulá se volvió al emperador y le dijo:
– «¡Sublime Emir de los Creyentes, Puerta de los Mares y Luz de dónde el Sol la Toma! Aquí os dejo al invitado, pues está comprobado que en Tu Corte no se honra al consejero del Rey sino al vestido que trae puesto. Si es así cómo se gobierna un Reino…
Por eso Tamerlán tenía al mulá en su corte, ¡Porque, a su manera, corregía a los ministros!