El paseante que va al campo rara vez piensa sobre el hecho de que con todos sus pensamientos y deseos, con la indiferencia frente a los animales y las plantas, está entrando en el ámbito en que estos tienen sus viviendas, lo que no deja de ser un punto de vista totalmente nuevo a tener en cuenta. Pues los animales, las plantas, las flores, las hierbas, los arbustos y los árboles son seres vivos a los que, al igual que a los seres humanos, fluye el hálito de la vida.
Tal vez esto ayude a quien le gusta pasear por la naturaleza, pero casi nunca es consciente, de que debería comportarse de modo semejante a como lo hace un invitado educado en casa ajena. Lo que significa que una vez estemos en el campo o en el bosque deberíamos agudizar el oído y prestar atención, pues es totalmente natural que un visitante o un invitado tenga consideración con lo que allí vive y cómo allí se vive.
¿Pero cómo nos comportamos los seres humanos en relación a las zonas de hábitat y viviendas de los animales y plantas? ¿Qué llevamos con nosotros cuando vamos a pasear por la naturaleza?
Muchos paseantes buscan la tranquilidad del bosque para tal vez proporcionar descanso y sosiego a su ánimo revuelto. ¿Pero puede nuestro paseo servir de descanso si a pesar de los buenos propósitos llevamos un lío en los pensamientos, discusión con nuestros acompañantes, risas y sonoras carcajadas, o si quizás accedemos hablando en voz alta y gesticulando? Posiblemente no, pues esto no puede ser reposo, más bien distracción.
No cabe duda de que el bosque proporciona tranquilidad, pues los campos están en paz. El paseante con su conducta eventualmente incontrolada es evidentemente un perturbador que irrumpe en las “zonas residenciales” de otros seres vivos, causando miedo y espanto entre los habitantes del bosque y del campo. Cuando por este motivo los animales salen huyendo, más de uno se extraña, sin embargo no han sido ni el viento ni la lluvia quienes han espantado a los animales y los han expulsado de sus refugios, si no que ha sido la conducta desenfrenada del ser humano. También las plantas que están supeditadas a un lugar fijo y no pueden huir del ser humano, tiemblan ante la masiva oleada de pensamientos humanos y el vocerío de este, también por sus formas de comportarse.
En caso de que con estas breves explicaciones usted estimado lector, no haya quedado del todo convencido de que los animales y plantas tienen derecho a la tranquilidad, piensen en su domicilio personal.
¿Qué diría si el invitado que entra en su vivienda la invadiera inmediatamente con comportamientos explosivos, se riera a carcajadas y hablara con voz estridente y sin parar? ¿O si tal vez delante de su casa se reuniera un grupo de motoristas con sus motos arrancadas, acelerando una y otra vez para luego salir disparados a toda velocidad, y esto varias veces al día?
En este sentido las palabras de Jesús de Nazaret, conocidas como la regla de oro, vuelven una vez más a ser la clave para medir nuestro comportamiento: “No hagas a nadie lo que no te gustaría que te hicieran a ti”, lo cual es válido también para la naturaleza, los animales y para toda la madre Tierra.