Desesperanzados y confusos
La mayoría de los padres cree que a ellos les tocaron vivir momentos más duros y que fueron más trabajadores y más respetuosos que sus hijos. Los padres tropiezan y dudan cuando tratan de inculcarles los valores que creen deben regir sus vidas en un futuro que adivinan laboral y socialmente complejo: esfuerzo en los estudios, diversión responsable, disciplina, solidaridad, el respeto o la promoción de los afectos. Los progenitores arrojan la toalla y delegan en profesores o en el psicólogo. Lo hacen tras haber llegado al convencimiento de que su capacidad de influencia es casi nula. Sienten que estuvieron sometidos a sus padres y ahora a sus hijos.
Foto: © 2006-2013 Pink Sherbet PhotographyPero querer a un hijo no es obligarlo a que viva con nuestras verdades sino ayudarlo para que pueda vivir sin nuestras mentiras. Ante la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes, Sócrates escribía hace ya 25 siglos: “Los jóvenes de ahora aman el gasto, tienen pésimos modales y desdeñan la autoridad. Muestran poco respeto por sus superiores y ya no se levantan cuando alguien entra en casa. Prefieren perderse en charlas sin sentido a practicar el ejercicio como es debido, y están siempre dispuestos a contradecir a sus padres y a tiranizar a sus maestros”.
Siempre ha habido confrontación entre generaciones, pero ahora resulta alarmante por descontrolada. Y entiendo que es un síntoma de vigor y de esperanza, porque expresa una disconformidad con una realidad social que no les gusta. Por injusta e insegura, por imprevisible e insolidaria, porque no pueden comprenderla y no encuentran su puesto en ella. Ese malestar lo expresan a gritos o con silencios que hieren, encerrándose en sus cuartos o aislándose tras los auriculares que les conectan a los MP3.
Pudiera ser que estemos ante una generación más libre que pretende ser más responsable para abordar su futuro. Pero la trepidación en los medios les conduce a una incómoda soledad y a una sensación de no llegar nunca a tiempo. No sabemos a dónde, pero tenemos la sensación de que vamos a llegar tarde. Nos agitan, nos golpean y zarandean, nos desconciertan y abruman para que no pensemos. Sobre todo nos aplastan con las corrupciones, las mentiras y los expolios. De ahí que muchos jóvenes opten por evadirse, por disfrazarse y por integrarse en la tribu para encontrar algo de solidaridad y consuelo. Ese denostado botellón, esas vestimentas, esos tatuajes y piercing, esa música y esas danzas son atavismos ancestrales para no dejar de ser ellos mismos, para soportar la espera mientras recuperan unas señas de identidad que les permitan decir Yo sé quién soy y quiero ser responsable de mis actos.
Si la educación consiste en dirigir con sentido nuestra propia vida y poder así afrontar las circunstancias, a las personas mayores les cuesta admitir que sus hijos están pasando auténticas pruebas iniciáticas, propias de un cambio de Era. Vivimos en plena revolución de las comunicaciones, todo se ofrece como espectáculo al alcance de la mano y con una inmediatez que desborda nuestras posibilidades de procesar tanta información. La publicidad nos golpea con tal machaconería que nos incapacita para tomar decisiones y compulsa a unirnos a la mayoría. Las mayores falacias de la publicidad, a fuerza de ser repetidas, terminan por ser creídas. El patético espectáculo de políticos, sindicalistas y pretendidos líderes religiosos y de opinión, no hacen más que desconectar a los jóvenes que necesitan referentes de autoridad, buen juicio y coherencia.
Es erróneo sostener que a los jóvenes les asustan el orden y la exigencia. Al contrario, si a un joven le pides poco no te dará nada, si le pides mucho te lo dará todo. Esa es la experiencia cotidiana en las organizaciones de la sociedad civil con los voluntarios sociales que asumen un compromiso movidos por la compasión o espoleados por la injusticia. Lo que admiran y respetan no es la educación como transmisión de conocimientos sino la capacidad de los maestros para extraer lo mejor de cada uno de ellos. Que eso significa educcere. Aunque dé la impresión de que actúan en manada, prefieren el trato personalizado, el ser escuchados, la pertenencia a un grupo, para repetir con Shakespeare “Nosotros, pocos; nosotros, felices y pocos; nosotros, banda de hermanos”.