Human Rights Watch pide al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que solicite al Tribunal Penal Internacional (TPI) una investigación por crímenes de lesa humanidad en Siria, donde se acaban de descubrir 27 centros clandestinos de tortura. El bloqueo a sanciones contra el régimen de Bashar el Assad por parte de Rusia y de China anticipa la inhibición del Consejo de Seguridad por el posible veto de alguno de sus cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Francia, Rusia, China y Gran Bretaña. El TPI no tiene otra vía de actuación porque Siria no ha ratificado el Estatuto de Roma por el que se rige el tribunal.
Pero tampoco lo han ratificado Rusia y China, ni Estados Unidos, que han cometido crímenes del mismo tipo contra chechenos, iugures musulmanes, afganos, iraquíes y nacionales de otros países. Ahí están las cárceles secretas de Europa del Este y de Oriente Medio, además de Baghram, en Afganistán, y Guantánamo, en Cuba. Malviven ahí presos que fueron detenidos de forma arbitraria, a veces a cambio de recompensas, sin derecho a un juicio justo, transportadas a centros clandestinos de otros países, sometidas a vejaciones, humillaciones y torturas. Ahora exigen justicia internacional quienes, en su guerra contra el terror, han creado la figura de “combatiente ilegal” para no reconocer los derechos que le corresponden a cualquier prisionero de guerra.
Esos abusos, los saqueos, la destrucción de patrimonio personal, cultural o religioso, los ataques desproporcionados contra la población civil y los asesinatos indiscriminados en Irak y en Afganistán han llenado portadas. Sólo se ha procesado a algunos militares de rango menor en tribunales estadounidenses.
Por periodistas como Seymour M. Hersh, que destapó la masacre de My Lai hace décadas, se conocen las presiones de los servicios de inteligencia y las cúpulas militares a la policía militar de centros como el de Abu Ghraib para que implementaran métodos agresivos de interrogación. Pensaban que acabarían así con la “insurgencia” iraquí, cada vez más organizada y letal que lo previsto inicialmente por Donald Rumsfeld y los entusiastas de las guerras teledirigidas.
Utilizaban perros para intimidar a prisioneros desnudos, palizas, posiciones incómodas hasta el desmayo, ruido, temperaturas extremas, violaciones y humillaciones sexuales. No respondían al nerviosismo de soldados inexpertos, sino a una estrategia de “desmoralización del enemigo” y de obtención de “inteligencia de calidad”.
La justicia no funciona cuando no existe igualdad ante la ley por parte de los distintos sujetos de derecho. Ocurre en el derecho interno de los estados, pero también en el orden jurídico internacional. La ausencia en el TPI de las grandes potencias geopolíticas desautoriza y le resta legitimidad a los esfuerzos para investigar y castigar a los responsables de genocidio y de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Estas investigaciones y juicios cumplen un papel de justicia preventiva que no funciona igual para un jefe de Estado de un país africano que para uno de una gran potencia que se sabe inmune e impune.
Esta falta de igualdad ante la ley internacional se remonta a la gestación del TPI. Estados Unidos condicionaba su apoyo a que se incluyeran moratorias y excepciones. Pretendía proteger a sus nacionales de posibles procesamientos por crímenes cometidos “en el ejercicio de funciones oficiales”. Firmó in extremis el Estatuto de Roma para la creación del tribunal el 31 de diciembre de 2000, con Clinton aún en la presidencia. Pero no sólo no lo ha ratificado, sino que ha firmado tratados bilaterales de no extradición con una cuarentena de países para impedir la posible extradición de ciudadanos estadounidenses. Ha firmado cerca de veinte tratados con países que habían ratificado el estatuto, lo que supone otra forma más de restarle legitimidad. Además de estas actuaciones “diplomáticas”, Estados Unidos ha presionado al Consejo de Seguridad para que publique resoluciones que inhiban al tribunal a la hora de actuar sobre sus nacionales.
Sin menospreciar los logros de diez años y las investigaciones por genocidio y crímenes de guerra en Sudán, República Democrática del Congo, Uganda, República Centroafricana, Kenia, Costa de Marfil y Libia, todos en África, la nueva fiscal jefe del TPI, Fatou Bensouda, tendrá que trabajar para incorporar a los ausentes porque la justicia es para todos. O no es justicia.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)